El Relato de Isaac. Parte 2

Parte 2

Génesis 27—31

Conforme me hacía más viejo, mi vista empezó a fallar al punto que apenas podía ver. Creyendo que el momento de mi muerte se acercaba, llamé a mi hijo mayor, Esaú, para bendecirlo como era la costumbre en nuestros días. Rebeca escuchó nuestra conversación y cuando envié a Esaú al campo para que me trajera de lo que cazara y me preparara uno de mis platillos favoritos para la cena, ella entró en acción. Llamando a Jacob, hizo que matara un par de cabritos jóvenes para poder cocinarme la cena que le había pedido a Esaú, y luego lo vistió con sus ropas, atándole pieles de animales a sus manos y brazos para que lo oliera y lo sintiera como si fuera Esaú. Cuando la cena estaba lista, ella lo envió a verme y a pesar de la voz que escuché era la de Jacob, la cena que me trajo y su aroma y el tacto de su piel velluda me engañaron al creer que era Esaú. Así que lo bendije.

Yo le pedí a Dios que le diera el rocío del cielo y la abundancia de la tierra, y le dije que naciones le servirían y aun su propio hermano se inclinaría delante de él. Le repetí las palabras que Dios le había dicho a Abraham de que cualquiera que lo maldijera sería maldecido, y que cualquiera que lo bendijera sería bendecido.

Cuando Esaú regresó del campo un poco de tiempo después, y me preparó de la caza que había obtenido y pidió mi bendición, me di cuenta de que Rebeca y Jacob me habían engañado. Pero debido a que la bendición que por error le di a Jacob era consistente con la promesa que el Señor le había hecho a Rebeca antes de que nacieran los gemelos, y puesto que Esaú en realidad le había vendido sus derechos a Jacob, es que no la cambié. Luego pronuncié una profecía sobre Saúl que reflejaba su amargura por haber sido engañado, tanto de su primogenitura como de su bendición. Le dije que sus descendientes vivirían por la espada en el árido desierto y por un tiempo servirían al pueblo de su hermano, pero en los años postreros, cuando se cansaran de estar bajo servidumbre, se rebelarían.

Como ustedes pueden sospechar, Esaú estaba amargado y juró vengarse de Jacob, pero decidió hacerlo hasta después que yo muriera para luego desquitarse. Rebeca temió por la vida de Jacob así que me convenció de enviarlo al pueblo de su hermano en Aram bajo el pretexto de encontrar una mujer de entre su pueblo para que así no se casara con ninguna mujer cananea, como lo hizo Esaú. Antes de salir, lo bendije de verdad esta vez, pidiéndole al Señor que transfiriera la promesa que primeramente le fue dada a Abraham y luego a mí, a favor de Jacob, referente a la tierra de Canaán.

Cuando Esaú se enteró que Jacob se había ido, y que sus dos mujeres extranjeras eran un problema para Rebeca y para mí, trató de remediar la situación al casarse con una tercera mujer, una de las hijas de mi medio hermano Ismael. Yo pienso que sus intenciones eran buenas, pero sus acciones tuvieron el efecto de agregarle una enconada animadversión a la ya mezcla volátil de amargura y odio que él sentía hacia Jacob, lo cual se interpuso entre Ismael y yo. No es de sorprenderse que sus descendientes estuvieran tan mal dispuestos en contra de los israelitas cuando ellos pasaron por su territorio hacia la Tierra Prometida bajo el mando de Moisés, que rehusaron si quiera darles un trago de agua. Y tampoco es de extrañarse que ellos pelearan con tanta frecuencia en contra de los israelitas luego de que se instalaron en Canaán, hasta que el Rey David finalmente los derrotó y los subyugó, para después unirse a los babilonios en contra de ellos cuando Nabucodonosor vino a conquistar Israel siglos más tarde. Es cierto que la venganza se sirve mejor en un plato frío, pero el pueblo de Esaú mantuvo vivo su odio hacia Jacob por más de mil años hasta que el Señor hizo que Nabucodonosor los destruyera del todo. Es triste decirlo, pero resulta que mi profecía sobre Esaú resultó cierta hasta el final.

Jacob se fue hacia las planicies de Aram, subiendo por el valle del río Jordán en dirección a Aran, en donde Abraham había estado. Cerca de la Ciudad Luz se detuvo para acampar durante la noche. En un sueño vio una escalera que subía al cielo y era usada por los ángeles que subían y bajaban del cielo. Arriba estaba el mismo Señor y le repitió a mi hijo Jacob las mismas promesas que Él le había hecho, primero a Abraham y después a mí. A la mañana siguiente Jacob construyó un altar allí y le cambió el nombre a Betel, que significa Casa de Dios, y prometió aceptar al Señor como su Dios tal y como mi padre y yo lo habíamos hecho antes de él. Así que mi oración de que el Señor le transfiriera el pacto a Jacob fue respondida. De allí en adelante, el Señor se llamaría a Si mismo el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y ahora yo estaba seguro de que la tierra de Canaán le sería otorgada a los descendientes de Jacob.

A como salieron las cosas los rumores de mi muerte fueron grandemente exagerados, pero resulta que terminé viviendo los 20 años que Jacob permaneció con la familia del hermano de Rebeca, Labán. Durante ese tiempo Jacob se casó con las dos hijas de Labán y también adquirió a sus dos siervas. Estas cuatro mujeres le dieron a Jacob 12 hijos cuyos descendientes heredarían la tierra, y además una hija mujer. El Señor le bendijo de muchas otras maneras y pronto llegó a tener grandes rebaños y muchas posesiones. En una vuelta interesante de los derechos del primogénito, luego de su llegada, Jacob se enamoró de la hija menor de Labán, Raquel, y estuvo de acuerdo en trabajarle siete años por el derecho de casarse con ella. En su noche de bodas Labán le engañó y a la mañana siguiente Jacob despertó para encontrar que la hermana mayor de Raquel, Lea, estaba en la cama con él. Labán le explicó que era su costumbre el casar a la hija mayor de primero, pero que si él trabajaba otros siete años para Labán, le daba también a Raquel como esposa. Al darse cuenta de que había sido engañado, y que posiblemente era la justicia poética por la forma como él y Rebeca me habían engañado, Jacob estuvo de acuerdo, y como lo mencioné, terminó con ambas hijas y con sus siervas también.

Después de 20 años durante los cuales pareciera que Jacob y Labán se enfrascaron en una competencia perpetua para ver quien podía ser el que engañaba más al otro, el Señor le dijo a Jacob que empacara sus cosas y regresara a Canaán en donde Rebeca y yo aun vivíamos. Así que él reunió a su familia, sus ganados y todas sus posesiones y salió sin decirle a Labán que se estaban marchando. Para empeorar las cosas, Raquel se llevó los terafines de Labán, sus dioses caseros. Eso era equivalente a tomar el título de su propiedad. Labán estaba ausente cuando se fueron, pero después de tres días se enteró y salió en persecución de Jacob hasta Galaad, en donde lo enfrentó.

“Tú te fuiste sin siquiera despedirte, y no tuve oportunidad de besar a mis nietos una última vez, y encima de ello, te robaste mis posesiones personales”, le reclamó Labán.

Jacob le explicó que tuvo miedo de que no le dejara ir. Luego le recordó a Labán que durante 20 años le había servido para prosperarlo y que lo había tratado injustamente, haciendo que él tuviera pérdidas y gastos personales que deberían de haber sido compartidos, y que le había reducido su salario en diez ocasiones.

Labán contraatacó recordándole a Jacob que él no tenía ningún derecho legal de tomar nada cuando salió, ni las hijas, ni los niños, ni los ganados. Pero en un sueño, la noche anterior, el Señor le había advertido a Labán de dejarlo ir y que él lo haría si Jacob hacía un trato con él. Este trato le aseguraría a Labán que Jacob permanecería sincero con sus hijas y que no dejaría que ninguna riqueza que había adquirido saliera de la familia.

Labán le recordó a Jacob que el Señor estaría vigilando para asegurarse que Jacob no intentara engañarlo de nuevo. En la forma de una ceremonia de pacto, como se hacía en nuestros días, los dos hombres levantaron una columna conmemorativa y un altar para confirmar el juramento y ofrecieron un sacrificio al Señor como evidencia de su acuerdo. Luego compartieron una cena que significaba que todo había sido arreglado entre ellos, y a la mañana siguiente, Labán besó a sus hijas y a sus nietos despidiéndose de ellos, y regresó a su casa, satisfecho de ver que por lo menos el futuro de todos ellos estaba asegurado.

En cuanto a Jacob, aún le esperaba otra gran confrontación más adelante. Antes de poder llegar a su casa debía pasar por las tierras que pertenecían a su hermano Esaú, y quién sabe qué clase de problemas iba a encontrar.