El Relato de Jacob. Parte 1

Génesis 36—50

PARTE 1

Génesis 36—37

Después que mi padre Isaac murió mi hermano Esaú y yo concluimos que era mejor para todos el vivir separados el uno del otro. Por un lado, nuestros rebaños habían crecido tanto que literalmente no había pastos para todos nuestros ganados. Pero también eso tenía sentido debido a nuestra histórica enemistad.

Esaú estaba satisfecho con la tierra que tenía al Sur de Seir, un área al este del Mar Muerto y un poco al sur de Canaán en la Jordania moderna. Se había acomodado con los horeos, un pueblo que también vivía allí, y pudo encontrar suficiente pasto para sus animales, así también para su parte de los de mi padre que había heredado. Más tarde, debido al sobrenombre de Esaú (Edom, o Rojo para ustedes), así como también por el color rojo de las peñas rocosas y los cañones a lo largo de su frontera oriental, ese país llegó a llamarse Edom.

Esaú se había casado con tres mujeres con las cuales solamente había tenido dos hijos, pero sus descendientes crecieron hasta hacerse una nación grande la cual, con el tiempo, fue muy antagónica con los descendientes de mis doce hijos, sin duda alguna inspirada por el conflicto no resuelto entre mi hermano y yo.

En cuanto a mi persona yo me había establecido en la tierra que el Señor primeramente le había prometido a mi abuelo Abraham, luego a mi padre Isaac y finalmente a mí. Nosotros prosperamos allí y vivimos una vida placentera, excepto por los celos que de tiempo en tiempo brotaban entre mis hijos. Ustedes recordarán que Raquel era la mujer que yo verdaderamente amaba, pero debido a los trucos de mi suegro, terminé casándome primero con su hermana Lea como también con las dos siervas que ellas tenían. Los doce hijos que estas cuatro mujeres me dieron siempre estuvieron maniobrando por la posición de ser mi favorito, pero debo confesar que el primogénito de mi amada Raquel siempre fue el que estuvo más cerca de mi corazón.

Yo pienso que puesto que Raquel fue la única esposa que verdaderamente busqué, y la única mujer a quien amé, de manera natural favorecí a José, y de muchas maneras lo traté como mi hijo amado a pesar de que él era el número 11 en orden cronológico, y anterior a Benjamín, el otro hijo que tuvo Raquel.

Por su parte, José no ayudó en el asunto, pues se paseaba en esa túnica especial que yo le había mandado a hacer. Estaba diseñada siguiendo el modelo que un rey usaría, y era sin costuras. Ese era un método muy caro de tejer lo cual quería decir que toda la túnica era de una sola pieza. Con esa ornamentación especial que yo quise que se tejiera en el material, ese vestido era tan fino en mis días como lo sería, digamos, un vestido Armani para ustedes.

Y si eso no fuera suficiente, él comenzó a tener esos sueños los cuales no pudo resistir en contarlos. En cada uno de esos sueños quedaba claro que él era el alto y poderoso y todos nosotros éramos los peones. En uno de los sueños mis doce hijos estaban atando manojos de trigo y el de él se levantaba recto por encima de los demás, los cuales se inclinaban ante él. En otro sueño el sol, la luna y once estrellas le daban honra. Ese sueño hasta a mí me molestó, pero como lo veremos, estos sueños fueron proféticos de una manera que no pudimos empezar a imaginarnos. De hecho, para todos los aficionados en la profecía, el relato que voy a contarles sobre mi hijo José, contiene muchos incidentes que muestran lo cerca que su vida iguala y predice la vida del Mesías. Veamos si ustedes pueden encontrarlos.

Por supuesto, sus hermanos nunca pudieron entender nada de eso. Para ellos él era un niño pretencioso que parecía disfrutar molestándolos, y un día ellos encontraron una manera de ponerlo en su lugar de una vez por todas. O así lo creyeron.

Había bastante rango de edad entre mis hijos puesto que todos nacieron durante un período de cerca de 30 años. Un día cuando José tenía como diecisiete años y algunos de los mayores estaban fuera cuidando los rebaños y localizando nuevos pastizales, yo envié a José para encontrarlos y luego me reportara cómo les estaba yendo. Creímos que estaban cerca de Siquem, pero resultó que se habían ido a Dotán.

Cuando los hermanos vieron que José se acercaba, conspiraron para matarlo, pero Rubén, el mayor, los convenció de echarlo dentro de una cisterna vacía en vez de matarlo. Él pensó que podía rescatarlo después y así se aseguraba que no se le hiciera ningún daño. Los demás estuvieron de acuerdo y eso fue lo que hicieron. Pero mientras Rubén se había alejado a otro lugar, Judá los convenció de venderlo a una caravana de madianitas que pasaba por el lugar. Les dieron 20 piezas de plata por él, lo cual era la cantidad que valía un muchacho cuando era ofrecido al Señor, y luego salpicaron su túnica especial con sangre de algún cabrito para parecer que José había sido atacado y muerto por un animal salvaje.

Cuando Rubén regresó y no encontró a José casi enloquece. Como dije, él era el mayor y por lo tanto, era el responsable de todos. Pero ya era demasiado tarde. Me trajeron la túnica ensangrentada, y, por supuesto, la reconocí de inmediato, me quebranté y lloré mucho. Para mí, mi amado hijo estaba muerto. La tristeza que sentía era tan intensa que creí que yo también moriría. Quizás entonces podía ver a José otra vez.

Pero, a pesar de que no lo sabría durante muchos años, José estaba vivo en Egipto, vendido como esclavo. Y a través de varias circunstancias que nadie podía predecir, nos volveríamos a ver, inclinándonos ante él como sus sueños lo habían indicado.