El Relato de Jacob. Parte 5

PARTE 5

GÉNESIS 43—46

Después de la comida, y aun sin saber que José era su anfitrión, a mis hijos se les entregó el trigo que habían comprado, junto con provisiones para su viaje de vuelta a Canaán. Cuando se alistaban para marcharse, José les puso una última trampa para ver cómo reaccionaba el corazón de sus hermanos. Hizo que su mayordomo pusiera la plata en el saco de cada uno, como lo había hecho antes. Luego hizo que pusiera su propia copa de plata, la que había usado en el almuerzo, en el saco de Benjamín. Él quería ver lo que harían sus hermanos si mi hijo favorito, Benjamín, se veía en problemas.

Tan pronto como los hermanos partieron de vuelta a casa, José envió a su mayordomo tras ellos y los acusó de haberle robado su copa de plata. Por supuesto, ellos airadamente negaron cualquier cosa mala que hubieran hecho y permitieron que el mayordomo registrara sus sacos. Le prometieron que si encontraba algo que no les pertenecía, todos se convertirían en esclavos de José y el ladrón sería ejecutado.

“Que así sea”, dijo el mayordomo, cuando empezó su búsqueda. “Pero al que se le encuentre la copa será mi esclavo, El resto de ustedes podrá irse”. Cuando encontró la copa de José en el saco de Benjamín, todos quedaron totalmente mortificados, sabiendo que había sido un montaje y, en el subconsciente, sabiendo que podían obtener exactamente lo que merecían por haber vendido a José como esclavo. Después de todo, algún día todo se devuelve. Regresaron a la casa de José y le rogaron que tuviera misericordia con ellos, pero José insistió en que Benjamín sería su esclavo. Los demás eran libres para salir.

Entonces Judá habló repitiendo la historia de su encuentro anterior, de cómo yo había tenido dos hijos con la única mujer que llamé mi esposa. Uno había muerto y ahora si ellos regresaban a su casa sin el otro, eso terminaría de romper mi corazón. Le rogó a José que él permanecería siendo su esclavo, pero que dejara ir a Benjamín de vuelta a su padre.

Ya esto fue demasiado para José. Hizo salir a sus siervos del cuarto y con un fuerte llanto se reveló a sus hermanos. Nos quedaríamos cortos si decimos que estaban sorprendidos. Primero no podían creerlo, pero cuando les dijo cómo fue que llegó a Egipto en primer lugar, ellos supieron que era él. Y entonces se dieron cuenta de que el hermano que habían tratado tan cruelmente ahora tenía el futuro de ellos en la palma de su mano. Todo parecía que era el momento de cobrar de vuelta, todo y de manera personal. Su asombro se convirtió en terror.

Para apaciguar el miedo que vio en sus ojos, José les dijo que no se preocuparan ni se disgustaran entre ellos mismos. Les dijo que él creía que detrás de todo esto en realidad estaba la mano del Señor por haberlo enviado a Egipto antes que ellos con el objeto que pudiera alimentarlos cuando llegara la hambruna y poder así preservar a los escogidos de Dios. Así que a pesar de que ellos habían actuado malvadamente, el Señor hizo que eso fuera bueno para poder así salvar sus vidas en una gran liberación (No puedo dejar de pensar de otro momento, miles de años después, cuando las malvadas acciones de Sus hermanos resultaron en que el Mesías salvara la vida de muchos con una gran liberación, de nuevo preservando a los escogidos.)

De inmediato el temor se volvió en alivio y lo abrazaron y besaron, todos llorando y hablando al mismo tiempo. José les rogó que se apresuraran de vuelta a Canaán para traerme a mí y al resto de la familia a Egipto antes de que muriéramos de hambre. Después de todo, aun quedaban cinco años de hambre por delante.

Alguien le dijo a Faraón que los hermanos de José estaban en la ciudad así que vino para conocerlos. Enterándose del hambre de su familia en Canaán, les dio a mis hijos 20 asnos y carros para llevar nuestro trigo además de la abundante comida extra y ropas que él y José les habían dado para llegar a Canaán. Les dijo que usaran los carros para traernos a todos nosotros a Egipto lo más pronto posible. Ustedes deberían haberlos visto en el camino hacia nosotros trayendo lo mejor de Egipto en todos esos carros y asnos. Fue todo un espectáculo, pero de ninguna manera eso me pudo haber preparado para recibir la noticia de que mi hijo estaba vivo y era el número dos de Egipto. Me rehusé creerlo. Es curioso cómo fue más fácil para mí creer la mentira sobre su muerte que creer la verdad de que vivía.

Pero entonces miré de nuevo todos esos carros y vi toda la comida que traían y entonces el Espíritu dentro de mí me convenció de que todo era cierto. Yo iba a volver a ver a mi querido hijo después de todo. Judá había temido romper el corazón de su anciano padre con esa tristeza, pero yo temía que mi corazón se rompiera de tanta alegría.

Cuando estábamos listos, cargamos todos los carros y salimos para Egipto. Nos detuvimos en Beerseba en donde ofrecí un sacrificio al Señor. Esa noche el Señor me habló en una visión y me dijo que no tuviera temor de bajar a Egipto. Me dijo que Él haría de mi gente una gran nación allí, y no solamente iría con nosotros sino que también nos traería de vuelta a la tierra que Él nos había dado. Luego volvió a repetir la promesa que le había hecho a mi abuelo Abraham, “Tu descendencia irá a un país extranjero y permanecerá allí durante 400 años hasta que la gente de Canaán use todo ese tiempo para arrepentirse de sus malvadas maneras y retornen a Mí”.

Sabiendo por adelantado que no se arrepentirían, pero aun dándoles el tiempo necesario para hacerlo, Él le había prometido a Abraham que después de 400 años traería nuestros descendientes de vuelta a esta tierra y nos la daría. Al ir ahora a Egipto, estábamos empezando a cumplir esa promesa.

Sesenta y seis de mis descendientes directos llegaron a Egipto conmigo, sin contar las esposas de mis hijos y nietos. Agregando a José y sus dos hijos quienes ya estaban allí, significa que éramos casi setenta en número cuando nos instalamos en Gosén en la región del Delta del Nilo. 400 años después, cuando Moisés sacó a mis descendientes de Egipto, había un millón y medio de ellos, incluyendo las mujeres y los niños. Una gran nación, tal y como Él lo había prometido.

Cuando llegamos a Egipto envié a mi hijo Judá para preguntarle a José las indicaciones para llegar a Gosén, y cuando llegamos allí, José nos estaba esperando, en su elegante carro egipcio. Tan pronto como me vio corrió hacia mí y me rodeó con sus brazos. Cuando lo vi la última vez él era un pastorcillo adolescente y ahora ya tenía 39 años, era todo un hombre maduro y Primer Ministro del país más rico del mundo. En cuanto a mí, mi vida estaba ahora completa. Ya había visto con mis propios ojos que mi hijo amado estaba vivo y que ahora ya podía morir en paz. Alabado sea el Señor.