El Relato de David – Parte 4

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Miércoles 27 de julio de 2022

PARTE 4

1 Samuel 23—26

Este fue el período más oscuro de mi vida. Saúl estaba a la caza de mi persona sin motivo alguno y acababa de matar a 85 sacerdotes simplemente porque uno de ellos se había mostrado amable conmigo. Yo era un fugitivo en el mismo país en el que supuestamente sería rey. Lo único bueno es que el Señor me estaba acercando a Él, y me encontré buscando Su dirección todo el tiempo. Yo escribí el Salmo 27 para recordar mis sentimientos de ese momento.

Oí que los filisteos estaban hostigando a la gente de Keila y robándose sus cosechas, así que le pregunté al Señor si debíamos atacarlos. Cuando la respuesta fue afirmativa, reuní a los hombres que estaban conmigo, pero ellos expresaron su temor para ir. Le volví a preguntar al Señor y de nuevo me dijo que fuera, añadiendo que entregaría a los filisteos en nuestras manos. Así que fuimos y salimos victoriosos, tal y como el Señor había prometido.

Pero Saúl se enteró en dónde estaba yo e inmediatamente vino contra nosotros. Él pensó que ésta era una gran oportunidad de atraparnos. Keila era una ciudad amurallada con puertas muy sólidas, por lo que él supuso que seríamos fácil presa y nos acabaría como si fuéramos señuelos. Cuando oí que venía, volví a preguntarle al Señor. Entonces me dijo que sacara a mis hombres de allí porque la gente de Keila nos traicionaría, a pesar de que acabábamos de salvarlos de los filisteos. No podíamos ganar perdiendo.

Pero a pesar de que parecía que las personas continuamente nos traicionaban, aun teníamos al Señor de nuestro lado, y Él siempre es fiel. Puesto que lo habíamos honrado al obedecer Su orden de salir, Él no iba a deshonrarnos permitiendo que Saúl nos capturara. De inmediato salimos y escapamos hacia los montes cercanos.

Saúl nunca estuvo muy lejos de nosotros. Una vez estuvimos a un lado de un monte mientras él y su ejército estaban en el otro lado. Nos hubieran atrapado ese día si no fuera porque los filisteos atacaron una villa en el área, distrayendo al ejército de Saúl que dejó de perseguirnos. Más tarde vi esto como uno de los muchos ejemplos en mi vida de la promesa que el Apóstol Pablo le haría a usted en su vida: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).

Por un tiempo nos escondimos en En-gadi. Este era un exuberante oasis en el desierto al oeste del Mar Muerto. Hoy día hay una reserva natural en donde se puede escalar a través de un angosto cañón a la par de un manantial. En la cima hay una cascada que pareciera que sale del mismo cielo y forma una bella poza rodeada de vegetación verde. Es una fortaleza natural y un refugio, por lo que nos fue muy útil. Mas tarde cuando escribí el Salmo 23, me recordé de En-gadi como mi lugar de refugio en donde el Señor llenó mi corazón con cánticos de liberación.

Un día nos escondíamos al fondo de una profunda cueva, cuando quién entra sino el mismo Saúl. Él estaba buscando un lugar fresco para tomar una siesta y no sabía que nosotros estábamos dentro. Mientras él dormía mis hombres intentaron convencerme de matarlo, pero yo rehusé hacerlo. En lugar de eso, llegué cerca de él con mucho cuidado y corté una esquina de su manto.

Después que despertó y se fue, yo salí tras de él y le grité para que se detuviera. Cuando lo hizo, le mostré la esquina de su manto que había cortado y le dije que pude haberlo matado pero que por respeto a él y su posición no lo había hecho. También le dije que yo nunca había hecho nada malo en su contra, no lo haría tampoco, entonces, ¿por qué me estaba persiguiendo? “¿Tras quién ha salido el rey de Israel?” Le dije, “¿A quién persigues? ¿A un perro muerto? ¿A una pulga? (Un perro muerto está indefenso ante un ataque y una pulga es tan insignificante que no tiene ninguna consecuencia.) Saúl admitió que yo tenía razón y me agradeció por no haberlo matado. Él dijo que sabía que un día yo sería rey de Israel, y me pidió que le prometiera no hacerle daño a su familia cuando eso sucediera. Y así lo hice.

Ese día el Señor me mostró que la oportunidad no es igual al mandato. Solamente porque usted puede hacer algo no quiere decir que es la voluntad del Señor y que usted debe de hacerlo. Para mí el haber matado a Saúl en la cueva, habría causado que los eventos se salieran de las manos de Dios y que se destruyera la oportunidad de mantener mi alto nivel moral en mi constante disputa con Saúl. Yo sabía que cuando el Señor decidiera sacar a Saúl de la escena, lo haría de una forma que no opacaría mi integridad, y hasta entonces, a pesar de que Saúl estaba determinado a matarme, aun era el rey de Israel y merecía mi respeto. Más de mil años después, el hermano del Señor diría lo mismo de satanás (Judas 8-9).

Mi encuentro con Nabal fue un asunto totalmente diferente. Él era un hombre cuyo mismo nombre significaba necio. Cómo llegó a casarse con una mujer de la altura de Abigail, era un misterio. Era un hombre muy rico con grandes rebaños de cabras y de ovejas, y quizás eso era lo que lo hacía atractivo. Después que voluntariamente lo protegimos a él, a su familia y a sus ganados de los filisteos por algún tiempo, yo envíe a diez de mis hombres para ver si me devolvía ese favor dándome algo para comer, puesto que nos habíamos quedado sin comida. Además de insultarlos, él los rechazó de plano.

“Bien”, dije, “Nadie me trata así. Especialmente después de lo que hemos hecho por él”. Les ordené a mis hombres que se ciñeran sus espadas y partimos para tener una pequeña “conversación” con Nabal, creyendo que le daríamos su merecido por habernos pagado mal por bien. Tomé a 400 de mis hombres y dejé 200 detrás para cuidar nuestro campamento.

Cuando su mujer Abigail oyó lo que Nabal había hecho, supo de inmediato el gran error que este había cometido, y las seguras consecuencias que eso acarrearía. Se apresuró a reunir una gran cantidad de alimentos, que cargó sobre varias mulas y salió a interceptarnos.

Cuando nos vio se bajó de la mula y se postró ante mí. Me dijo que sabía lo que su esposo nos había hecho y asumía toda la responsabilidad. Me pidió que aceptara los alimentos que había traído y que perdonara a su esposo por su insensatez. Este individuo vivía lo que significaba su nombre.

Luego ella dijo que sabía que Dios estaba conmigo y que me pondría sobre una dinastía que permanecería para siempre, porque yo había peleado Sus batallas. “Guárdese, pues, mi señor”, me amonestó, “cuando Jehová haga con mi señor conforme a todo el bien que ha hablado de ti, y te establezca por príncipe sobre Israel, entonces, señor mío, no tendrás motivo de pena ni remordimientos por haber derramado sangre sin causa, o por haberte vengado por ti mismo, y cuando Jehová haga bien a mi señor, acuérdate de tu sierva”.

Abigail era una mujer sensible e inteligente y toda su conducta me impresionó profundamente. Le agradecí su sólido consejo y el haber evitado lo que hubiera sido un terrible error. Luego acepté los alimentos que había traído consigo y la despedí en paz.

Cuando Abigail regresó a su casa, su marido estaba en medio de una borrachera, así que no fue sino hasta la mañana siguiente cuando ella le dijo lo que había hecho. De inmediato sufrió un ataque al corazón y diez días después murió.

Yo no sé si alguno de ustedes se ha detenido por un momento antes de tomar las cosas en sus propias manos, pero puedo apostar de que han habido momentos en su vida en los que usted no se ha detenido y se ha ido al ataque solamente para quedar como un tonto. Yo casi hago lo mismo en esa ocasión.

“Mía es la venganza”, dice el Señor, “yo daré el pago” (Hebreos 10:30). Una vez más aprendí la sabiduría de separar la oportunidad del mandato. Si Abigail no me hubiera detenido, habría impedido que el Señor tuviera la oportunidad de oro para mostrar Su favor hacia mi persona a la vista de todos los que me rodeaban entonces. Luego envié por la recién viuda Abigail y le pedí que se casara conmigo, y ella estuvo de acuerdo.

Mucho tiempo después, el Apóstol Pablo confirmaría el deseo del Señor de que Su pueblo viviera en paz pasara lo que pasara, y que no tomara la venganza en su mano sino que dejara campo para la ira de Dios (Romanos 12:18-19). Es de suma importancia que recordemos que el Señor ya ha señalado a nuestros enemigos para derrotarlos, así que la victoria es nuestra. Solamente tenemos que vivir de acuerdo con lo que ya se ha logrado (Filipenses 3:16) al mostrarles a esas personas la misma misericordia y gracia que el Señor nos ha mostrado a nosotros (Romanos 12:20-21).

Poco tiempo después del episodio con Nabal y Abigail, mis hombres y yo estábamos en el desierto de Zif, al sur de Hebrón. Alguien de allí se lo informó a Saúl quien de inmediato reunió 3000 hombres para ir a cazarnos. Acampó cerca del camino a Haquila, por lo que nosotros permanecimos en el desierto.

Una noche pude espiar el campamento de Saúl desde una colina cercana y localicé el centro del campamento donde él y Abner, su comandante en jefe, estaban durmiendo. Me apresuré a mi campamento y logré que Abisai me acompañara. Juntos nos arrastramos dentro del campamento de Saúl hasta llegar al lugar donde él y Abner estaban bien dormidos. Abisai quiso matar a Saúl pero de nuevo rechacé la idea, diciéndole que tomara la lanza de Saúl y su vasija con agua, las cuales estaban a su cabecera. Le dije a Abisai que la vida de Saúl estaba en las manos de Dios, por lo que si ésta terminaba pronto o más tarde, dependía de Él.

Tomamos entonces, la lanza y la vasija y nos escurrimos fuera del campamento hacia el nuestro. El Señor había mantenido a Saúl y a todos sus hombres en profundo sueño mientras estábamos dentro de su campamento, pero ahora yo le grité a Abner y lo desperté, increpándolo por no haber protegido al rey. Como prueba de mi acusación le mostré la lanza y la vasija del rey.

Pero ahora ya Saúl estaba despierto y de nuevo le dije que pude haberlo matado y no lo hice, por respeto al ungido del Señor. De nuevo le pregunté porqué me perseguía y de nuevo me agradeció por haberle perdonado la vida, admitiendo que su cacería por mi vida era un error. Me pidió que me uniera a él en el campamento, pero yo rechacé la idea, a sabiendas de que eso era un truco para que me pudiera capturar. En lugar de eso le dije que enviara un mensajero para que tomara su lanza y la vasija que eran las pruebas finales de que yo pude haberlo matado.

“Jehová te había entregado hoy en mi mano, mas yo no quise extender mi mano contra el ungido de Jehová” le dije, “Y he aquí, como tu vida ha sido estimada preciosa hoy a mis ojos, así sea mi vida a los ojos de Jehová, y me libre de toda aflicción”.

Entonces Saúl me bendijo y predijo que yo haría grandes cosas, luego nos fuimos cada uno por su camino. El Salmo 54 es mi tributo al Señor por haberme protegido en ese momento.

Estos tres eventos contenían poderosas lecciones para mí. Como lo mencioné anteriormente, me enseñaron que la oportunidad no es igual al mandato. Pero también me enseñaron cómo son de distintas las maneras de Dios de las nuestras. Por naturaleza nosotros somos impacientes, auto centristas y orientados hacia las tareas. Siempre estamos adelantándonos al momento de Dios, creyendo que Él necesita nuestra ayuda para hacer las cosas.

Tenemos los ejemplos de Abraham y de Moisés, para mostrarnos la locura de ese tipo de pensamiento. Abraham se cansó de esperar por la promesa que Dios le había hecho de tener un hijo. Cuando Sara le sugirió que usara a Agar como una esposa sustituta, él estuvo de acuerdo y ayudó así a crear un problema que aun está produciendo gran derramamiento de sangre en los días de ustedes (Génesis 16). Cuando Moisés por sí solo tomó la tarea de rescatar al pueblo de Dios de su esclavitud en Egipto matando a un soldado egipcio, retrasó el plan de Dios por 40 años y causó que toda una generación de personas sufriera y muriera en esclavitud (Éxodo 2:11-25).

Estos dos hombres estaban actuando sobre las promesas que Dios les había hecho, pero, sin embargo, se impacientaron, como si creyeran que Él los había olvidado, o que necesitaba de su ayuda para hacer el trabajo que tenía que hacer. Al mostrarme que Saúl era Su problema, y no el mío, le di al Señor más tiempo para que me preparara para mi papel como líder de Su pueblo. Yo le habría privado de ese tiempo si hubiera actuado siguiendo mi naturaleza humana.

Yo ya sabía que Él me protegería en cada momento y en cada día en el ínterin. (Como Pedro diría años después, Él sabe cómo rescatar a personas piadosas de las pruebas mientras que aparta a los impíos para el juicio. 2 Pedro 2:9). Así que no perdí el tiempo esperando por el Señor, como tampoco habría economizado ninguno si hubiera actuado adelantándome a Sus planes. Estas lecciones que fueron tan ciertas para mí en mi situación, también son ciertas para ustedes en las suyas, porque nuestro Señor es el mismo ayer, hoy y por lo siglos (Hebreos 13:8).