Elegidos, Rechazados, Aceptados…
Miércoles 11 de mayo de 2022
Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree (Romanos 10:4).
“Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (Romanos 10:1-4).
Nuestra naturaleza humana nos hace más orientados a las tareas que a los resultados. Esto quiere decir que es más fácil que identifiquemos lo que es necesario hacer hoy que recordar qué es lo que estamos tratando de cumplir con nuestras vidas. (Es más fácil sacar la basura el día señalado que programar un tiempo de calidad con nuestros hijos cada semana.) Debido a esta tendencia generalmente confundimos el esfuerzo con los resultados, especialmente cuando se trata de tareas que se repiten. No es de sorprendernos, pues, que los israelitas empezaran a depender más y más de sus tareas religiosas conforme el tiempo pasaba, y cada vez menos en la promesa de un Redentor. Poco a poco la forma de su religión se había impuesto a la sustancia, y así perdieron de vista el hecho de que esas tareas fueron diseñadas como un recordatorio diario de su necesidad de un Redentor. Eventualmente sus tareas se convirtieron en su redentor y cuando llegó Jesús, muchos creyeron que sus esfuerzos por mantener los mandamientos eran suficientes para ganar su salvación.
Esto no era único para ellos en esos días. Pregúntele a cualquier persona hoy día si cree en la vida después de la vida, pero que no conoce la Biblia, y usted se dará cuenta cómo es que esperan llegar al cielo, y escuche cómo le dan su propia lista de mandamientos. A pesar de que ellos mismos confeccionaron esa lista, creen que por mantenerla, Dios va a sus recompensar sus esfuerzos y así se irán al cielo.
No están viendo el punto
Los israelitas no vieron el punto de que Cristo es el fin de la ley para que pueda haber justificación para toda aquella persona que cree, y que, si uno confiesa con su boca que “Jesús es el Señor”, y cree en su corazón que Dios lo levantó de los muertos, uno será salvo (Romanos 10: 4, 9). Hablando del Mesías, Isaías les había dicho que cualquier persona que ponga su confianza en Él nunca será avergonzada (Isaías 28:16) pero al haberse desviado de la interpretación literal de las Escrituras, perdieron el conocimiento de poder reconocerlo cuando Él caminó entre ellos. Cuando el Señor entró en Jerusalén en ese primer Domingo de Ramos, se lamentó diciendo, “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz! Pero ahora está encubierto de tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación” (Lucas 19:42-44). Más tarde esa misma semana, Él indicó que su ceguera sería temporal y terminaría hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan (Lucas 21:24).
¿Quién rechazó a quién?
“¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” Pablo preguntó en Romanos 10:14. Por eso es por lo que el Mesías tenía que irse hasta que ellos aprendieran a reconocerlo. “Porque les digo que desde ahora no me verán”, les dijo Jesús, “hasta que digan: Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:39). En el patio de la Fortaleza Antonia unos días más tarde cuando Pilato lo condenó a muerte, ellos gritaron, “Su sangre caiga sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). Y así fue. El pueblo al haberlo rechazado no le dejó otra opción al Señor sino el rechazarlos también.
Los profetas habían previsto aun los detalles mismos del ministerio del Señor, “Andaré y volveré a mi lugar, hasta que reconozcan su pecado y busquen mi rostro. En su angustia me buscarán” (Oseas 5:15).
Pero como los apóstoles concluyeron en el Concilio de Jerusalén, este rechazo duraría hasta que el Señor terminara de levantar Su iglesia. Pronto vendrá el día cuando ansiosamente lo buscarán diciendo, “Vengan y volvamos al SEÑOR; porque él arrebató, y nos curará; hirió, y nos vendará. Nos dará vida después de dos días; en el tercer día nos resucitará, y viviremos delante de él” (Oseas 6:1-2). Muchas personas interpretan esta profecía como que dice que después de dos mil años el Señor los va a revivir como una nación (como dice 2 Pedro 3:8, “para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día”) y luego restablecerlos para cumplir Sus promesas del reino de 1000 años.
En ese día el Señor va a derramar “sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito” (Zacarías 12:10). Y desde ese día en adelante, “Judá será habitada para siempre, y Jerusalén por generación y generación. Y limpiaré la sangre de los que no había limpiado; y el SEÑOR morará en Sion” (Joel 3:20-21).
¿Es que ellos cayeron más allá de poder ser restablecidos? “En ninguna manera; pero por su transgresión vino la salvación a los gentiles, para provocarles a celos. Y si su transgresión es la riqueza del mundo, y su defección la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plena restauración?” (Romanos 11:11-12).
En la próxima veremos cómo es que los elegidos y rechazados van, una vez más, a ser aceptados y el mundo entero será bendecido más allá de lo que podemos imaginar.