El relato de José de la Navidad. Parte 1

Miércoles 14 de diciembre de 2022

Un Estudio Bíblico por Jack Kelley

Y pensando él en esto, un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque su hijo ha sido concebido por el Espíritu Santo. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:20-21).

Como José pudo haberlo contado…

Ella salió de compras con su familia un día y sucedió que pasó frente a mi taller de carpintería en Nazaret. No pude evitarlo y me enamoré perdidamente de ella en el instante que la vi, y no pude descansar hasta saber quién era. No me recuerdo para quién yo estaba haciendo los muebles ese día, o aun cómo salieron. Ella era solo en lo que podía pensar. Yo quería saber su nombre, de cuál de las 12 tribus de Israel provenía, y cuántos hermanos y hermanas tenía. Esto último me ayudaría a estimar la “dote” que tenía que pagarle a su padre para obtener su permiso para casarme con ella. (Yo ya había decidido que eso es lo que iba a hacer.)

Si ella pertenecía a una familia pequeña, al dejar a sus padres les privaría de mucha necesidad del trabajo de un par de manos, y su padre querría un precio alto para compensar por esta pérdida familiar, y quizás eso sería más de lo que yo podría pagar. Yo creo que podrían decir que mi cerebro estaba dando vueltas a mil por hora. A pesar de que yo era conocido como una persona quieta y fácil de llevar, mis oraciones para que el Señor me permitiera tenerla eran urgentes e intensas.

Pronto descubrí que su nombre era Miriam, o María para ustedes. Ella era de la tribu de Judá, como yo. Luego supe que no tenía hermanos del todo y ninguna hermana mayor. Eso quería decir que estaba de primero en línea para contraer matrimonio y que ella era la heredera principal del papá, siendo su primogénita. Eso también quería decir que según nuestra ley, ella solamente podía casarse con un hombre de la tribu de Judá.

Déjenme explicarles. Ya en tiempos de Moisés, antes de que la Tierra fuera dividida entre las tribus y sus familias, el Señor le advirtió a mi pueblo que nunca deberían vendérsela a nadie. Les dijo que la tierra era de Él y que ellos únicamente eran forasteros y extranjeros en ella (Levítico 25:23). Eso era para asegurarse de que jamás ninguna tribu perdiera su herencia. La porción de tierra de cada familia debía de pasarse de padres a hijos, y como parte de la práctica del Año de Jubileo, toda la tierra debía ser devuelta a sus verdaderos dueños.

En aquel tiempo había un hombre llamado Zelofehad de la tribu de Manasés quien solamente tenía hijas mujeres. Un día los líderes de su tribu vinieron a Moisés quejándose de que a ellos se les había dicho que debían darle tierra a las hijas de Zelofehad, ya que este no tenía hijos varones. ¿Qué sucedería si esas hijas se casaban con algún varón de otra tribu y la tierra pasara a ser propiedad de la familia del esposo? ¿Perdería así la tribu de Manasés parte de su herencia al llegar el Año del Jubileo?

Cuando Moisés consultó al Señor, Él le dijo que en los casos cuando no había ningún varón en la familia, las hijas mujeres podían heredar la tierra de sus padres pero tenían que casarse con varones de su misma tribu. De esa manera, las porciones de cada tribu permanecerían intactas (Números 36:1-12). Puesto que María no tenía hermanos, tenía que casarse con alguien de su misma tribu, la tribu de Judá, con alguien como yo.

Más tarde esto se convertiría en un asunto muy importante. Yo no solamente era de la tribu de Judá, sino también descendiente del Rey David, estando en la descendencia real de sucesión al trono por medio de Salomón. Así que a pesar de ser un carpintero pobre de Nazaret, yo era técnicamente un Príncipe de Israel, en línea para ser rey.

Pero Dios había maldecido esta línea de descendencia, como es llamada, en tiempos del rey Joaquín (también llamado Conías o Jeconías) 600 años antes. Él fue tan malvado que en Su ira Dios declaró que ningún descendiente suyo jamás gobernaría en Israel otra vez (Jeremías 22:28-30). Pero a pesar de que Dios había prometido al Rey David que solamente los descendientes directos de su hijo Salomón podrían ser reyes en Israel, esa línea de descendencia real estaba ahora maldita. Siendo yo descendiente de Salomón, yo era parte de esa descendencia, así que ni yo como tampoco ningún descendiente consanguíneo mío, podría llegar a ser rey.

(El último rey que Israel tuvo fue Sedequías, un primo de Joaquín, que no era de la línea de descendencia real, y quien fue colocado en el trono por Nabucodonosor poco antes de que los babilonios derrotaran a los judíos y se los llevaran como esclavos. Y puesto que no ha vuelto a haber ningún rey desde el cautiverio babilónico, Israel no ha tenido ningún rey legítimo puesto que la línea de descendencia real fue maldecida, tal y como el Señor había dicho.)

María era también de la tribu de Judá, y también una descendiente directa del Rey David, pero a través de Natán, el hermano de Salomón. La descendencia de Natán no fue maldecida. Así que si un hijo de María pudiera de alguna forma demostrar que él también estaba en la línea sucesora, podría llegar a ser Rey. Pero si estuviera relacionado biológicamente a algún varón de la línea de descendencia real, lo cual era un requisito para la sucesión, heredaría la maldición. Era un callejón sin salida.

Por supuesto que Dios, Quien conoce el fin desde el principio, no estaba rompiendo Su promesa al Rey David al maldecir la línea de descendencia real. Él sabía cómo iba a solucionar ese problema. Al momento apropiado, Él simplemente haría que una virgen de la Casa de David se casara con un varón de la línea real de sucesión para que luego ella concibiera un hijo varón sin la participación de su esposo. Al haberles dado a los padres de María solamente hijas mujeres, era el primer paso para llevar esto a cabo. Ella no podía casarse fuera de la tribu de Judá. Al hacer que yo me enamorara de ella era el siguiente paso, y el Hijo nuestro al haber sido concebido por el Espíritu Santo, completaba el proceso.

Y ahora ya ustedes se dan cuenta lo que significa cuando la Biblia dice que nuestro hijo era de “la casa y familia de David” (Lucas 2:4). A través de Su mamá, Él era descendiente del Rey David, un miembro de su “casa”. Puesto que legalmente Él era mi hijo, heredó la descendencia real, pero puesto que no estábamos biológicamente relacionados, Él obvió la maldición. Eso hizo que nuestro hijo fuera el único varón en Israel calificado para ser Rey de los Judíos, desde entonces. Nuestro Dios es un experto en buscar cómo hacer las cosas.

Por eso es que el nacimiento virginal era un requisito para perfeccionar el reclamo de nuestro hijo al Trono de David, cumpliéndose así una de las promesas del ángel Gabriel a María. También era un requisito el que fuera Hijo de Dios para cumplir la promesa en Lucas 1:30-33. Y también era un requisito que se cumpliera la profecía de Isaías al Rey Acaz (Isaías 7:14). Pero me estoy adelantando en mi relato.

Una vez que había conocido lo que necesitaba sobre María, de inmediato fui a visitar a su padre Elí. En esos días a un varón le tomaba bastante tiempo poder establecerse al punto de poder mantener su propia casa, completa con esposa y familia. Habiendo trabajado durante años para llegar a ese punto, a la edad madura de 25 años yo estaba ansioso de poder casarme. Y como las jóvenes judías se casaban típicamente en su temprana adolescencia, María era bastante más joven que yo. Eso ayuda a explicar por qué ella aún vivía cuando nuestro hijo murió y yo no (Yo morí cuando Jesús tenía 19 años.)

Tan pronto como yo llegué a su casa y me presenté, los padres de María se imaginaron el motivo de mi visita. Cuando me invitaron a sentarme a la mesa familiar, ellos la llamaron para que nos acompañara. María sacó cuatro copas y vino pero no llenó la suya. Se sentó escuchando intensamente cuando yo hablaba con su padre, diciéndole a él (y a ella) porqué pensaba que podría ser un buen esposo para ella. Puesto que ella y yo nunca nos habíamos conocido oficialmente, esta era la primera vez que yo estaba tan cerca de ella. Ella era la chica más bella que había visto y no le podía quitar los ojos de encima. Y como sucedía con la mayoría de las jóvenes judías, así fue como ella se enteró sobre el varón que sería su esposo.

Después de negociar la cantidad apropiada, nos pusimos de acuerdo sobre el precio de la novia y entonces todas las miradas se volvieron a María. Ella tenía ahora como 30 segundos para decidir el curso de su vida. Si ella llenaba su copa y bebía de ella, estábamos comprometidos. Si colocaba la copa vacía hacia abajo yo saldría y nunca más me acercaría a ella. Era su decisión. Esos cortos segundos parecieron horas, y estoy seguro que las palpitaciones de mi corazón eran visibles a través de mi ropa conforme yo aguardaba, sin atreverme siquiera a respirar. Finalmente, ella llenó su copa y tomó un sorbo. No ha habido hombre en el mundo más feliz que yo en ese momento.

Ah, pero ese sentimiento no duraría mucho. Un corto tiempo después María vino a explicarme que estaba embarazada. Me dijo todo lo que le había dicho el ángel Gabriel, que su hijo había sido concebido de manera sobrenatural y estaba destinado a convertirse en Rey de Israel. Créanme, esa fue una semejante historia. Por favor entiendan esto, en nuestra cultura ninguna pareja que estaba comprometida podía permanecer a solas en ningún momento. No habían citas como las hay hoy día, y solamente podían haber unas cortas y poco frecuentes conversaciones, con acompañante, durante ese año del compromiso. Yo no sabía entonces cómo es que ella había quedado embarazada, pero sí sabía que eso no me involucraba a mí.

Yo quedé devastado por su confesión, pasando por mi mente la furia y la traición que cualquier hombre podría sentir en una situación así. Yo estaba en todo derecho de presentarla ante los sacerdotes y acusarla de adulterio, un crimen castigado con la muerte. Pero yo la amaba, así que sugerí que, calladamente, nos divorciáramos para que ella pudiera marcharse. Esa era la única forma en que un compromiso podía terminar y evitaría que ella cayera en desgracia públicamente, aun si no era presentada ante los sacerdotes.

Esa fue la conversación más dolorosa que yo pude haber tenido alguna vez, así que para tener un tiempo en que pudiéramos recuperarnos, ella se fue a hacerle una larga visita a su prima Elisabet. (Elisabet, a pesar de ser mucho más vieja que ella también estaba embarazada, y el hijo que tendría se llamaría Juan el Bautista.)

Una noche, mientras ella estaba ausente, un ángel del Señor se me apareció en sueños, confirmando lo que María me acababa de contar. Basándome en ese sueño, tan pronto como María regresó le dije que no la abandonaría, sino que la tomaría como mi esposa y cuidaría del niño como si fuera mío. Nos casamos de inmediato y la trasladé a la casa que había construido para los dos.

Finalmente, ya casi llegando el tiempo para dar a luz, tuvimos que empacar y dirigirnos a Belén, lugar en el cual todos los descendientes del Rey David debían empadronarse para el censo que el gobernador romano requería. Nos tomó cuatro días llegar allí; María iba sobre el pequeño burro que teníamos y yo a pie a la par de ella. Solamente puedo imaginar lo incómoda que se sintió durante todo ese viaje.

Después de lo que pareció ser una eternidad, finalmente llegamos a Belén solamente para descubrir que el único mesón de la ciudad estaba completamente lleno. Si eso no fuera lo suficientemente malo, ¡María comenzó a dar a luz! Yo tenía que encontrar un lugar, y bien rápido. Pregunté en todas las casas para poder utilizar el dormitorio de huéspedes que todas las familias judías debían de tener para alojar a los peregrinos visitantes, pero todos estaban ya comprometidos. Y ya cuando creí que se me habían agotado las posibilidades, el encargado del mesón nos tuvo lástima y me ofreció su establo para que por lo menos tuviéramos un lugar protegido del frío de la noche. Haciéndole a mi bella y embarazada esposa una cama con la paja del lugar, y ayudándola de la mejor forma que podía, pude observar desarrollarse frente a mí el milagro de la vida de la manera más única, mientras ella daba a luz al Hijo de Dios.

Mientras Él nacía, le pregunté a Dios, “¿Por qué en un establo?” Y Él me dijo, “¿En dónde esperarías que un Cordero naciera?”

Típicamente en Israel el nacimiento del hijo primogénito era un evento acompañado de una gran celebración. Los papás contrataban músicos para que cantaran y danzaran por las calles anunciando las buenas noticias. Pero nosotros estábamos más de 110 kilómetros de nuestra casa, y yo era muy pobre como para poder pagarle a los músicos, así que el verdadero Padre de nuestro Hijo tomó todo esto en cuenta. Abriendo los Cielos, Él hizo que los ángeles cantaran y proclamaran las más grandes y Buenas Noticias.

Cerca del lugar habían pastores cuidando sus rebaños en el campo que una vez había pertenecido a nuestros antepasados, Booz y Rut. Esos campos ahora pertenecían al Templo en Jerusalén y los corderos que se cuidaban allí eran de la clase especial para usarlos en los sacrificios, y eran vendidos a los peregrinos quienes llegaban durante los días festivos. Estos eran corderos nacidos para morir por los pecados de las personas, y cuando esos pastores se acercaron y se pusieron a nuestro alrededor, la comparación de sus corderos con nuestro bebé, era increíble. Aquí estaba el Cordero de Dios, nacido para morir por los pecados de la humanidad. Pensar que Dios podía amarnos tanto para darnos a Su único Hijo como rescate de nuestros pecados, estaba fuera de mi entendimiento, pero aun así, yo fui un testigo de Su llegada. Las voces del coro angelical resonaron de nuevo en mis oídos,

¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).

Feliz Navidad. 19/12/04