El Relato de María Magdalena de la Resurrección

Domingo, 27 de marzo de 2016

Un comentario por Jack Kelley

Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron (Juan 20:29)

Soy María de Magdala, o María Magdalena, llamada así porque provengo de la villa de Magdala, localizada en el lado occidental del mar de Galilea, entre Tiberíades y Capernaúm, y no muy distante de Nazaret. Eso también ayuda a distinguirme de otras mujeres llamadas María quienes también estuvieron asociadas con Jesús durante Su ministerio. Y de la misma manera como a Pedro se le consideraba la cabeza informal de los discípulos varones, a mí se me consideraba la cabeza de las mujeres. Yo estuve con el Señor durante la mayor parte de Su ministerio y, junto con las otras mujeres, ayudamos a proveerle el apoyo económico. Algunas de nosotras veníamos de familias con recursos y puesto que los varones habían dejado todo para seguir al Señor, nosotras hicimos nuestra parte asegurándonos que hubiera suficiente dinero para pagar las cuentas. El Señor nos había sanado de varias enfermedades por lo que estábamos contentas de poder contribuir a Su obra de esta manera.

Yo estuve presente en la crucifixión del Señor, y fui la primera en verlo después de Su resurrección. Esta es mi historia de ese glorioso día.

Algunas de las otras mujeres y yo nos apresuramos por las calles de Jerusalén hacia la Puerta de Damasco. Estábamos tratando de no llamar la atención en caso de que algún oficial nos estuviera buscando. Estaba apenas amaneciendo ese domingo, primer día después del siguiente Sabbat después de la Pascua. Podíamos oír a los sacerdotes en el Templo sonando los Shofar anunciando la Fiesta de las Primicias, la dedicación de la cosecha de primavera.

Normalmente no esperábamos tanto para preparar un cuerpo para la sepultura, pero mientras José y Nicodemo bajaban el cuerpo del Señor de la cruz y lo colocaban en la tumba de José, ya era casi el atardecer y el Sabbat especial conocido como la Fiesta de los Panes sin Levadura daba inicio, por lo que ya no era permitido hacer ningún trabajo. Entonces, luego de ver el lugar en donde habían colocado Su cuerpo nos apresuramos a casa para preparar las especias y los perfumes necesarios para Su sepultura. El día después de la Fiesta de los Panes Sin Levadura era el Sabbat regular y de nuevo, ningún trabajo era permitido. Finalmente llegó la mañana del domingo, que era el tercer día después que había muerto, por lo que sí podíamos proceder con la limpieza adecuada del cuerpo y aplicar las especias aromáticas cuyo aroma disimularía el olor de la descomposición del cuerpo.

Habíamos pasado los últimos tres días escondidas por temor a la Guardia del Templo, y también tratando de sobreponernos a la impresión de Su muerte. Quizás ustedes pueden imaginarse los altibajos emocionales por los que estábamos pasando. Solamente una semana antes, en el día que ustedes conocen como Domingo de Ramos, habíamos acompañado a Jesús a Jerusalén y habíamos escuchado los gritos de “¡Hosanna, hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en Nombre del Señor!” Luego el incidente en el Templo el lunes cuando Él expulsó a los cambistas y la constante tensión entre Él y los oficiales los días que siguieron. Su traición y arresto, y Su juicio y ejecución, todo eso sucedió en jueves, y luego Él ya no estaba. Hablar de extremos se llama eso. Por supuesto, eso era exactamente lo que Él nos dijo que sucedería. Pero créanme, hablar de ello es una cosa y experimentarlo es otra cosa totalmente diferente.

Entre nosotras, quizás yo era la única que tenía un entendimiento de lo que todo eso significaba, pero aun así, yo no podía dejar de mirar furtivamente hacia atrás para asegurarme que nadie nos estaba siguiendo, y el dolor que sentía por haberlo perdido, era casi insoportable. Pero la vida continúa y finalmente había un trabajo que podíamos hacer. Quizás eso nos ayudaría un poco.

La tumba vacía

Cuando recuerdo esa mañana me doy cuenta de que no tenía idea de cómo podríamos entrar en Su tumba, pero nuestra tradición requería que un cadáver fuera alistado para la sepultura tan pronto fuera posible. Así que teníamos que encontrar la forma de hacerlo ese mismo día.

Pudimos sentir el terremoto cuando nos acercábamos a la tumba, pero nada nos pudo haber preparado para lo que vimos cuando llegamos. La enorme piedra con que se había sellado el sepulcro, había sido removida y había un hombre cuyas vestiduras brillaban como si fuera el sol sentado sobre la misma. Nos dijo que la tumba estaba vacía y que Jesús había resucitado tal y como lo había dicho. ¡No podíamos creerlo! “Vean por ustedes mismas”, nos dijo, “y vayan y díganles a Sus discípulos que se encontrará con todos ustedes en Galilea”.

¡Yo estaba en shock! Mis altibajos emocionales estaban más fuertes y eso aún no había terminado. No recuerdo a dónde fueron las otras mujeres, pero yo vagaba por los alrededores hasta que tropecé con un hombre el cual yo creí que era el que cuidaba el huerto. Cuando me preguntó por qué lloraba, sin pensarlo le pregunté que a dónde se había llevado el cuerpo. “Dígame en dónde lo ha puesto”, le dije, “para traerlo de vuelta aquí”.

Cuando Él pronunció mi nombre reconocí Su voz y caí sobre mis rodillas, abrazándolo. Nadie me lo iba a quitar nunca más si podía evitarlo. Al principio no lo reconocí porque nunca esperé volver a verlo vivo, o por lo menos en este mundo. Pero el sonido de Su voz era innegable.

“No me toques”, me dijo, “Porque aún no he ido al Padre”. Mucho tiempo después me di cuenta que lo que quiso decir fue que Él estaba camino al verdadero Templo, el del Cielo, ya en el papel de nuestro Sumo Sacerdote. Allí Él rociaría Su sangre sobre el altar para completar Su obra final de la expiación de nuestros pecados, tal y como lo requería la Ley. Lo solté a regañadientes y corrí de vuelta a donde estaban los discípulos, como Él me dijo que lo hiciera.

Por supuesto que ellos no me creyeron. Después de todo era un mundo de hombres y yo solamente era una mujer. ¿Qué podía saber yo? Pero Pedro y Juan salieron para ver por ellos mismos y finalmente, al fin, se dieron cuenta. Él había resucitado de los muertos. Él estaba vivo. En una gran oleada de comprensión ellos finalmente creyeron en sus corazones lo que previamente sólo habían considerado en sus mentes. Más tarde en ese día dos de los otros discípulos también informaron haberlo visto y hablado con Él, camino a Emaús, pero obtuvimos la confirmación final esa noche cuando Él se nos apareció en el aposento alto.

Las implicaciones eran demasiadas. Él había tomado sobre Sí mismo todos los pecados del mundo mientras era clavado en la cruz, y había pagado con Su vida el enorme castigo que los mismos merecían. Ahora Él iba a presentarse delante del Trono de Dios el Padre Altísimo. Dios no puede tolerar la presencia del pecado, por eso es que si aún un pequeñísimo pecado que se hubiera cometido, o que se cometería, hubiera quedado en Él, Jesús nunca hubiera podido salir de la tumba para presentarse delante del Padre. Su resurrección fue la prueba absoluta de esa certeza nuestra. Desde el primer ser humano hasta el último, todas las personas que han aceptado en fe el perdón que Su muerte compró para nosotros, serán perdonadas y recibirán la vida eterna. ¡Era increíble!

Tomás el escéptico

Y por supuesto que siempre habrá aquellas personas que no creerán. Tomás, quien no estuvo con nosotros ese primer domingo en la noche, nos sirve de ejemplo. A pesar de haber escuchado los informes de otros discípulos que habían visto a Jesús, Tomás rehusó creer hasta que obtuvo una prueba absoluta. Una semana después todos estábamos de nuevo reunidos y Tomás estaba con nosotros. De un momento a otro Jesús se apareció en el aposento cerrado. “Shalom alechem”, dijo, que significa “La paz sea con ustedes”.

Llamando aparte a Tomás hizo que metiera su dedo en la herida de Sus manos y en la herida en Su costado. “Deja de dudar y cree”, le dijo.

Tomás cayó sobre sus rodillas diciendo, “Señor mío, y Dios mío”.

“Porque has visto has creído”, le dijo Jesús, “Bienaventurados los que creen sin haber visto”.

Con esto Jesús estaba pronunciando una bendición especial sobre aquellas personas que serían parte de la Iglesia, ese gran cuerpo de creyentes que aceptan en fe la validez de los eventos que yo presencié de primera mano. En toda la humanidad, la iglesia ha sido señalada y apartada para recibir una bendición especial por esa razón.

Durante los siguientes 40 días antes de Su ascensión, Jesús se le apareció a más de 500 personas, y más tarde regresó para preparar personalmente a Pablo para que llevara Su mensaje a los gentiles. Por medio de esta instrucción, Pablo llegó a entender los requisitos esenciales de la salvación. “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9). Eso tiene sentido. Quiero decir, si usted no quiere creer que Dios levantó a Su propio Hijo de los muertos, ¿cómo podrá creer que lo va a resucitar a usted? 05/04/15