Lunes 11 de octubre de 2021
Un estudio bíblico por Jack Kelley
La Fiesta de los Tabernáculos se celebra cada año cinco días después del Yom Kippur y tiene una duración de más de una semana. Las personas que se adhieren a la tradición construyen tiendas en su patio trasero hechas de ramas y hojas, decorándola con frutas y vegetales para conmemorar el tiempo cuando el Señor habitaba entre ellos en el desierto. Luego por lo menos toman sus alimentos en la tienda y quizás pasan una noche o dos durmiendo en ella. Por esta razón la Fiesta de los Tabernáculos algunas veces se le conoce como la Fiesta de las Tiendas.
Siendo una fiesta otoñal, la Fiesta de los Tabernáculos también celebraba la cosecha en el antiguo Israel y de hecho fue la inspiración para el Día de Gracias que se celebra a fines del mes de noviembre en algunos países.
Hagamos una fiesta
Adicionalmente, la Fiesta de los Tabernáculos era el evento que coronaba una serie de festividades otoñales que daban comienzo con el Rosh Hashanah, o Año Nuevo, y el Yom Kippur, o el Día de la Expiación. Como el día de Yom Kippur era un día solemne y de temor inspirado, la Fiesta de los Tabernáculos era una ocasión para celebrar y dar gracias. El Señor había liberado a sus antepasados de la esclavitud en Egipto, les había dado una abundante cosecha, y había aceptado su sacrificio anual por los pecados del pueblo. Era un tiempo para hacer una fiesta. ¡Y qué fiesta era esa!
Los israelitas llegaban de todas partes de la nación a Jerusalén para celebrar durante toda una semana. Construían sus tiendas en todo espacio disponible en la tierra y el aroma de los deliciosos platillos cocinados a fuego abierto, se sentía en toda la ciudad. Durante siete días, en todos lados se respiraba un ambiente de gozo y festividad, cuando la gente recordaba a El Shaddai (El Señor nuestro proveedor) y le daban gracias.
Uno podría pensar cómo es que hacían para dejar todo a un lado y dedicar toda una semana para celebrar. Es simple, el Señor asumía la cuenta. En tres pasajes en Deuteronomio, Él explica cómo es que iba a hacer esto, ordenándole a Su pueblo a apartar una décima parte de su producción anual para Él (Deuteronomio 8:6-18, 12:4-7, 14:22-29). Él le llamaba el diezmo y ellos lo llevaban a Jerusalén cada otoño después de la cosecha para utilizarlo para esa gran fiesta en celebración por Sus bendiciones para con ellos.
El motivo para que Él les ordenara apartar el diezmo era que Él quería recordarles que el mismo era Suyo. También, si Él no se los hubiera requerido, la mayoría no habrían apartado nada para la fiesta. Todo habría sido absorbido dentro de sus costos de vida y se habrían perdido de la celebración. Obviamente, el Señor no necesitaba de su dinero. Él solamente quería que ellos recordaran Quién los había bendecido. La celebración servía para recordárselos. Más aun, Él les ordenó que esa celebración se efectuara en Su casa, no en la de ellos, para que no empezaran a creer que fueron ellos los que produjeron sus propias bendiciones.
¿Y qué sucede con los pobres?
Cada tercer año, en lugar de celebrar, el pueblo les entregaba los diezmos a los sacerdotes de cada ciudad para ayudar a los pobres y a los indigentes, primero dentro de la comunidad y después de entre sus visitantes. Siempre había suficiente para que durara hasta la siguiente contribución tres años más tarde.
Al sentirse bien por ayudar fue como la gente aprendió el gozo de dar. Cuando llegaba el momento para donar el diezmo a los pobres, lo hacían con un espíritu generoso, sabiendo que estaban entregando la parte del Señor, y no la de ellos. (Siempre es más fácil ser generoso con el dinero de alguien más.) Debido a que cada comunidad ayudaba directamente a sus propios pobres todos recibían la ayuda que necesitaban, y la gente podía ver el efecto de su generosidad.
¿Y hoy día qué?
Comparemos lo anterior con la forma de dar hoy día. Ya no creemos que la décima parte le pertenezca al Señor y ya no le damos a Él el crédito por nuestras bendiciones. Creemos que lo que se nos pide es parte de nuestro propio dinero, y no estamos claros sobre los beneficios de dar. Se nos dice que la obra del Señor se obstaculiza sin nuestra ayuda. Se le muestra a Él como un mendigo pidiendo monedas en algunos círculos y en otros como un acreedor inflexible.
Este enfoque nos hace sentir mal. Nos resentimos por eso y entonces es que apenas damos lo necesario para aliviar nuestra culpa. No es de extrañar, pues, que el gozo de dar haya desaparecido.
Algunos grupos “religiosos” aun requieren el 10% de los ingresos de sus miembros y periódicamente hacen auditorias para verificar que están recibiendo todo. Hay algunos que aun enseñan que el diezmar es una evidencia de la salvación. Es el ejemplo más garrafal de la obra religiosa del hombre que se cruza con la intención de las leyes de Dios.
¿Es una bendición o una maldición?
Hoy día el diezmar es considerado por muchas personas como una maldición por creer que es, en lugar de ser, una celebración para recibir la bendición. Las personas van buscando encontrar una iglesia que “no está hablando de dinero todo el tiempo”. Debido a que nunca aprenden el verdadero propósito de dar, estas personas se ven privadas de las bendiciones de abundancia que el Señor promete a todas aquellas que traen “todos los diezmos a la tesorería” (Malaquías 3:9-10 & Lucas 6:38). Por su parte, la iglesia apenas sobrevive cuando debería estar prosperando. (La iglesia en realidad tendría más ingresos y sus miembros estarían más contentos si todos hicieran lo que Señor quiere.) Y quizás lo que es más triste, las personas que más lo necesitan no obtienen la ayuda de la iglesia que de otra forma obtendrían… una ayuda que podría haber llegado en el nombre del Señor, y quizás produciría un cambio de vida en el corazón de quien lo recibe. Y así de nuevo gana Satanás.
El Hacedor de la lluvia
Ya que en Israel no llueve desde finales del mes de mayo hasta mediados del mes de octubre, en algún momento se incorporó una ceremonia de libación de agua en las celebraciones de la Fiesta de los Tabernáculos. Cada día un contingente de sacerdotes, todos vestidos con ropas blancas, salían del Templo hacia el estanque de Siloé con un pichel de plata y tomaban un poco del agua del estanque y regresaban al Templo. Allí se había quitado una piedra del suelo para ese evento. Al llegar al altar, uno de los sacerdotes vertía el agua en la tierra en el lugar en donde había estado esa piedra. Cuando la tierra seca absorbía el agua, los sacerdotes oraban pidiendo la lluvia para que se mojaran los campos en preparación de la siembra del otoño. Las miles de personas que observaban la ceremonia se unían orando y cantando alabanzas al Dios.
En el último día de la Fiesta, el mismo Sumo Sacerdote oficiaba, vestido de sus mejores galas, y todo el sacerdocio le seguía al estanque y de regreso, cantando y tocando sus instrumentos musicales. En ese día el pichel era de oro y toda la nación estaba atenta. Compare eso con un estadio deportivo de hoy, lleno de espectadores, todos mirando cuando el Sumo Sacerdote levantaba el pichel de oro sobre su cabeza y vertía el agua en el suelo cerca del altar. Y luego, como una sola voz, todos irrumpían en canciones alabando a Dios y orando por la lluvia. ¡Hablar sobre un gozo bullicioso!
Entonces, un año algo sucedió cuando el sacerdote estaba vertiendo el agua, que sorprendió a toda la multitud y la hizo callar. Escuchemos la narración de un testigo, Juan: “En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, y dijo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan 7:37-39).
“Algunos de la multitud, al oír estas palabras, decían: «En verdad, éste es el profeta.» Otros decían: «Éste es el Cristo.»” (Juan 7:40-41). Aun los guardas del Templo quedaron impresionados. Al haber sido reprendidos por haber permitido que Jesús interrumpiera la ceremonia, declararon, “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!” (Juan 7:46).
Y así, en la Fiesta de los Tabernáculos es apropiado que recordemos a Jesús, el Dios que habita en nosotros, el Dador de todo regalo bueno y perfecto, y la Fuente de agua viva. “Oh Señor, sálvanos ahora, te ruego; te ruego, oh Señor, que nos hagas prosperar ahora. Bendito el que viene en el nombre del Señor; desde la casa del Señor los bendecimos” (Salmo 118:25-26).