Miércoles, 8 de octubre de 2014
Un estudio bíblico por Jack Kelley
Como personas adultas, creemos que somos muy responsables. Nos hemos convencido a nosotros mismos, que en términos generales, hacemos lo que “es correcto”. Pero de manera subconsciente, aún estamos gobernados por lo que podemos llamar el principio de “querer hacerlo versus tener que hacerlo”. Eso significa lo siguiente:
Si se nos da la opción, nuestra intención es la de ordenar nuestras vidas para hacer más de las cosas que nos hacen sentir bien, y menos de las cosas que nos hacen sentir mal. En una conversación podemos decir, “yo quiero hacerlo”, refiriéndonos a las cosas buenas, y “yo tengo que hacerlo” refiriéndonos a las cosas malas. Cuando decimos “yo quiero” en realidad estamos anticipando los resultados deseados por nuestra acción, mientras que “yo tengo” anticipa una acción en la cual los resultados serán los no deseados o no quedarán claros. (Por ejemplo, “Yo quiero jugar golf, pero tengo que presentar mis impuestos”.) Así que cuando decimos “yo quiero” estamos enfocados en los resultados, pero cuando decimos “yo tengo” estamos enfocados en el esfuerzo, y los resultados generalmente son más placenteros para tomar en cuenta que el esfuerzo.
Nuestra felicidad se ve afectada por la proporción entre los “quiero hacer” y los “tengo que hacer” en nuestras vidas. Mientras haya más “yo quiero” en nuestra vida, tendremos mayor felicidad. Pero si perdemos de vista los resultados deseados, o si el resultado perdió su sentido para nosotros, aun esos “yo quiero hacer” que anteriormente disfrutábamos haciendo se convierten en los yo tengo que hacer y ya no serán agradables. Puede parecer un poco confuso al principio, pero si lo pensamos un poco, yo creo que usted podrá ver la lógica detrás de ello.
Cómo el dar se convirtió en un “tengo que hacerlo”
El Señor entendió este principio (naturalmente) cuando Él estableció la ley del diezmo. En tres pasajes de Deuteronomio Él explica esta ley, ordenándole a Su pueblo apartar una décima parte de su producción para Él
“Guardarás, pues, los mandamientos del Señor tu Dios, andando en sus caminos, y temiéndole. Porque el Señor tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel; tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella; tierra cuyas piedras son hierro, y de cuyos montes sacarás cobre” (Deuteronomio 8:6-9)
Él dijo que habría muchas oportunidades para prosperar en la tierra que Él les estaba dando;
“Cuídate de no olvidarte del Señor tu Dios, para cumplir sus mandamientos, sus decretos y sus estatutos que yo te ordeno hoy; no suceda que comas y te sacies, y edifiques buenas casas en que habites, y tus vacas y tus ovejas se aumenten, y la plata y el oro se te multipliquen, y todo lo que tuvieres se aumente; y se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios, que te sacó de tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Deuteronomio 8:10-14).
Él les advirtió de no enorgullecerse y olvidar que fue Él quien hizo posible su prosperidad;
“Y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza. Sino acuérdate del Señor tu Dios, porque él te da el poder para hacer las riquezas, a fin de confirmar su pacto que juró a tus padres, como en este día” (Deuteronomio 8:17-18).
Luego Él explicó cómo es que Él quería que ellos recordaran eso;
“Sino que el lugar que el Señor tu Dios escogiere de entre todas tus tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ése buscarán, y allá irán. Y allí llevarán sus holocaustos, sus sacrificios, sus diezmos, y la ofrenda elevada de sus manos, sus votos, sus ofrendas voluntarias, y las primicias de sus vacas y de sus ovejas; y comerán allí delante del Señor su Dios, y se alegrarán, ustedes y sus familias, en toda obra de sus manos en la cual el Señor tu Dios te hubiere bendecido” (Deuteronomio 12:5-7)
Ellos estaban supuestos a llevar la décima parte del Señor (el diezmo) a Jerusalén cada otoño después de la cosecha, y utilizarlo para hacer una gran fiesta y celebrar así las bendiciones que el Señor les había dado.
“Indefectiblemente diezmarás todo el producto del grano que rindiere tu campo cada año. Y comerás delante del Señor tu Dios en el lugar que él escogiere para poner allí su nombre, el diezmo de tu grano, de tu vino y de tu aceite, y las primicias de tus manadas y de tus ganados, para que aprendas a temer al Señor tu Dios todos los días. Y si el camino fuere tan largo que no puedas llevarlo, por estar lejos de ti el lugar que el Señor tu Dios hubiere escogido para poner en él su nombre, cuando el Señor tu Dios te bendijere, entonces lo venderás y guardarás el dinero en tu mano, y vendrás al lugar que el Señor tu Dios escogiere; y darás el dinero por todo lo que deseas, por vacas, por ovejas, por vino, por sidra, o por cualquier cosa que tú deseares; y comerás allí delante del Señor tu Dios, y te alegrarás tú y tu familia” (Deuteronomio 14:22-26).
La razón por la cual Él les ordenó apartar el diezmo era que Él quería recordarles lo que le pertenecía a Él. También, si no se los hubiera exigido, muchas personas no habrían apartado lo que era de Él. Todo hubiera sido utilizado dentro de sus costos de vida y se habrían perdido la celebración.
Cada tercer año, en lugar de esa celebración, ellos les daban el diezmo a los sacerdotes de sus ciudades para que ayudaran de esa manera a los pobres e indigentes, primero dentro de su propia comunidad y luego de entre sus visitantes. Siempre hubo lo suficiente hasta la siguiente contribución tres años después.
“Y no desampararás al levita que habitare en tus poblaciones; porque no tiene parte ni heredad contigo. Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que el Señor tu Dios te bendiga en toda obra que tus manos hicieren” (Deuteronomio 14:27-29)
Obviamente el Señor no necesitaba el dinero de ellos. Solamente quería que ellos recordaran Quién los había bendecido. Al celebrar, ellos lo recordaban. Más aun, Él les ordenó que esa celebración se llevara a cabo en Su casa, no en las de ellos, para que no pensaran que ellos fueron los que habían producido sus propias bendiciones.
El origen del Día de Gracias
Cada otoño en Jerusalén, en la Fiesta de los Tabernáculos, el Señor era el anfitrión de una celebración nacional con Su pueblo, a donde las personas llegaban de todos lados. El aroma de los deliciosos platillos de comida que se cocinaban en fuego abierto, penetraba toda la ciudad. Durante siete días a cualquier parte que uno iba, se sentía un aire de gozo y festividad cuando el pueblo recordaba a su Proveedor y le daba gracias. En los EE.UU., nuestra celebración del Día de Gracias fue originalmente diseñada de esta fiesta.
Debido a que se sentían bien al obedecer, querían hacerlo, y aprendieron el gozo de dar. Cuando llegaba el momento de donar el diezmo a los pobres, lo hacían con un espíritu generoso, sabiendo que al hacerlo estaban entregando la porción del Señor y no la de ellos. (Siempre es más fácil ser generoso con el dinero de alguien más.) Y puesto que cada comunidad ayudaba directamente a sus pobres, todos recibían la ayuda que necesitaban, y la gente podía darse cuenta cómo su generosidad era una bendición a otras personas.
¿Y qué sucede ahora?
Comparemos lo anterior con la forma de dar hoy día en la Iglesia. Debido a que no estamos bajo la Ley ya no volvimos a creer que la décima parte es del Señor y tampoco le damos las gracias por Sus bendiciones. Cuando la Iglesia pide dinero, creemos que se nos está pidiendo algo de nuestro propio dinero, y algunas veces no nos queda claro los beneficios que obtenemos. Se nos dice que la obra del Señor se verá obstaculizada sin nuestra ayuda, como si el Todopoderoso Rey del Universo se detuviera en Su camino por nuestra falta de nuestra contribución.
Este enfoque nos hace sentir mal, así que deseamos saber menos del asunto. Nos resiente que se nos haga sentir mal así que solamente damos lo que es necesario para aliviar nuestra culpa. El “yo quiero hacerlo” se ha convertido en el “yo tengo que hacerlo”. No es de sorprendernos que el gozo se haya ido de nuestro dar.
Algunos grupos “religiosos” exigen el 10% de los ingresos de sus miembros y para ello ejecutan auditorias periódicas para asegurarse que lo están recibiendo todo. Hay algunos que enseñan que el diezmar es una evidencia de salvación. Ese es el ejemplo más garrafal de cómo la obra del hombre tiene un propósito cruzado con la intención de las leyes de Dios.
¿Es una bendición o una maldición?
Hoy día hay muchas personas que piensan que diezmar es una maldición por ser creyentes, en lugar de ser una celebración para ser bendecidos. Estas personas van de iglesia en iglesia buscando una que no mencione nada sobre el dinero. Debido a que nunca han aprendido el verdadero propósito de su dar, se ven privadas de las bendiciones de la abundancia que el Señor les ha prometido a todas aquellas personas que “traen su diezmo para los fondos del templo”. Por su parte, la iglesia apenas sobrevive cuando debería estar pujante. (La iglesia realmente tendría más ingresos al hacer las cosas como el Señor quiere.)
Y quizás lo más triste es que aquellas personas que más lo necesitan no reciben la ayuda de la iglesia que de otra manera podrían estar recibiendo. En vez de eso, el gobierno se ha convertido en su benefactor. Por consiguiente, la ayuda que podría haberles llegado en el nombre del Señor y que hubiera podido cambiar la vida de algunos a mejor, influencia su manera de votar en las elecciones. Una vez más Satanás gana.