Romanos. El Evangelio según Pablo… Parte 2

Miércoles 8 de julio de 2020

Romanos 2:1—3:20

Pablo continúa con su punto de vista sobre la condición espiritual del mundo. Recuerden, él no está escribiendo sobre personas creyentes aquí. Su intención en este resumen introductorio es el mostrar que todas las personas necesitan el Evangelio, ya sean judíos o gentiles. Pero yo voy a tomar algo de esto como que también se aplica a nosotros, porque todos aun cometemos los pecados que él menciona, y a pesar de que somos perdonados, necesitamos ser recordados que esa ya no es nuestra manera de vivir. Nosotros no tenemos que pagar el castigo por hacer esas cosas, como los incrédulos lo harán, porque el Señor ya ha hecho eso por nosotros, pero el Espíritu Santo sí se entristece cuando pecamos, y eso también interrumpe nuestra comunión con Él. Y después de todo, la intención de este estudio es ayudar a prepararnos para el retorno del Señor.

Al final del capítulo 1, él se está refiriendo a aquellas personas que están atiborradas de toda clase de injusticia, inmoralidad sexual, perversidad, avaricia, maldad; llenos de envidia, homicidios, contiendas, engaños y malignidades. Son murmuradores, detractores, aborrecedores de Dios, injuriosos, soberbios, altivos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, insensibles, implacables, inmisericordes. Y aunque saben bien el juicio de Dios, en cuanto a que los que practican tales cosas son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que también se deleitan con los que las practican (Romanos 1:29-32).

Ahora, él va a incluir a todas aquellas personas que condenan a otras por hacer esas cosas, porque cada uno de nosotros ha hecho algo de lo que contiene esta lista, en algún momento de la vida. Por lo tanto, cuando juzgamos a otros por hacer esas cosas estamos ignorando el hecho de que también somos culpables. Si pensamos que ellas deben de ser condenadas, ¿estaremos deseosos de aplicar las mismas normas en nosotros mismos?

Capítulo 2

El Justo Juicio de Dios

Por tanto tú, que juzgas a otros, no tienes excusa, no importa quién seas, pues al juzgar a otros te condenas a ti mismo, porque haces las mismas cosas que hacen ellos. Todos sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas se ciñe a la verdad. Y tú, que juzgas a los demás pero practicas las mismas cosas que ellos, ¿piensas que escaparás del juicio de Dios? ¿No te das cuenta de que menosprecias la benignidad, la tolerancia y la paciencia de Dios, y que ignoras que su benignidad busca llevarte al arrepentimiento? (Romanos 2:1-4).

Si, como pecadores, condenamos el pecado de los demás, nos estamos identificando como que somos dignos de una condenación similar. Jesús dijo, “No juzguen, y no serán juzgados. No condenen, y no serán condenados. Perdonen, y serán perdonados” (Lucas 6:37). El ser testigos de los pecados de los demás no debe de acarrearnos pensamientos de juicio a nuestras mentes, sino más bien de tristeza y empatía. Debería de despertarse nuestro espíritu de intercesión, produciendo que le pidamos a Dios que los perdone. Fácilmente pudo haber sido uno mismo el que cometía ese pecado. Es la misericordia de Dios la que atrae a las personas hacia Él, no Su justicia, y al pedir por misericordia a nombre de alguien más, en lugar de condenar a esa persona, podemos estar ayudando a inclinar el corazón de esa persona hacia Dios. Ese es nuestro gran trabajo ahora mismo.

Pero por la obstinación y dureza de tu corazón, vas acumulando ira contra ti mismo para el día de la ira, cuando Dios revelará su justo juicio, en el cual pagará a cada uno conforme a sus obras. Dios dará vida eterna a los que, perseverando en hacer el bien, buscan gloria, honra e inmortalidad; pero castigará con ira a los que por egoísmo se rebelan y no obedecen a la verdad, sino a la injusticia Habrá sufrimiento y angustia para todos los que hacen lo malo, en primer lugar para los judíos, pero también para los que no lo son. En cambio, habrá gloria, honra y paz para todos los que hacen lo bueno, en primer lugar para los judíos, pero también para los que no lo son; porque ante Dios todas las personas son iguales (Romanos 2:5-11).

Independientemente de su condición espiritual, algunas personas creen que a Dios se le agrada cuando expresan su desdén hacia otras personas debido al pecado que estas llevan. Pero la realidad es que Él se disgusta porque sabe que nosotros somos tan culpables como aquellas que estamos condenando. Es un caso como “el sartén llamando a la tetera” como dice el viejo adagio. Un abogado aconsejaría que eso viola el principio de las “manos limpias”. Por eso es que Jesús dijo, “el que no tiene pecado que tire la primera piedra”. El juzgar a otras personas implica que nosotros creemos que somos mejores. Es un acto de auto búsqueda, y si persistimos en él, le añadimos a nuestro propio pecado.

Así que todos los que han pecado sin haber tenido la ley, perecerán sin la ley, y todos los que han pecado bajo la ley, serán juzgados por la ley. Porque Dios no considera justos a los que simplemente oyen la ley sino a los que la obedecen. Porque cuando los paganos (gentiles), que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que la ley demanda, son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley; y de esa manera demuestran que llevan la ley escrita en su corazón, pues su propia conciencia da testimonio, y sus propios razonamientos los acusarán o defenderán en el día en que Dios juzgará por medio de Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio (Romanos 2:12-16).

Pablo les había dicho anteriormente a los corintios, “Así que no juzguen ustedes nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual sacará a la luz lo que esté escondido y pondrá al descubierto las intenciones de los corazones” (1 Corintios 4:5). Toda la humanidad sabe, de manera intuitiva, sobre el buen comportamiento y el malo, pero solamente Dios conoce los motivos de nuestros corazones. Jesús nos advirtió de quitar la viga de nuestro propio ojo antes de preocuparnos por la paja en el ojo de nuestro hermano (Mateo 7:5). El conocimiento de la Ley no es suficiente. Necesitamos obedecer. Si no podemos hacerlo, entonces no tenemos porqué inmiscuirnos en condenar a alguien que tampoco puede hacerlo.

Los judíos y la Ley

Ahora bien, tú te llamas judío, confías en la ley, y te enorgulleces de tu Dios. Conoces la voluntad de Dios y juzgas lo que es mejor porque la ley así te lo ha enseñado. Estás convencido de que eres guía de los ciegos y luz de los que están en tinieblas, instructor de los ignorantes y maestro de niños, y que tienes en la ley la clave del conocimiento y de la verdad. Pues bien, tú que enseñas a otros, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se debe robar, ¿robas? Tú que dices que no se debe cometer adulterio, ¿adulteras? Tú que detestas a los ídolos, ¿robas en los templos? Tú que te sientes orgulloso de la ley, ¿deshonras a Dios quebrantando la ley? Porque, como está escrito: «Por causa de ustedes el nombre de Dios es blasfemado entre los paganos (gentiles).» (Romanos 2:17-24).

Las personas que se auto-justifican niegan furiosamente esas acusaciones. Pero Jesús enseñó que no es solamente nuestro comportamiento sino el motivo de nuestro corazón lo que nos acusa. La ira es tan mala como el asesinato, la lujuria es tan mala como el adulterio, y la envidia es tan mala como el robo. ¿Quién de nosotros no es culpable de estas cosas? Y como Su hermano Santiago escribió, “Porque cualquiera que cumpla toda la ley, pero que falle en un solo mandato, ya es culpable de haber fallado en todos” (Santiago 2:10).

Es verdad que, si obedeces a la ley, la circuncisión es provechosa, pero si la desobedeces, será como si no estuvieras circuncidado. Por lo tanto, si el que no está circuncidado obedece lo que la ley ordena, ¿no se lo considerará como si estuviera circuncidado? Y el que no está físicamente circuncidado, pero obedece a la ley, te condenará a ti, que desobedeces a la ley a pesar de que tienes la ley y estás circuncidado.

Porque lo exterior no hace judío a nadie, y estar circuncidado no es una señal externa solamente. El verdadero judío lo es en su interior, y la circuncisión no es la literal sino la espiritual, la del corazón. El que es judío de esta manera es aprobado, no por los hombres, sino por Dios (Romanos 2:25-29).

La circuncisión era la señal visible del pacto. Identificaba a un hombre como judío. Pero el pacto tenía sus provisiones, y las violaciones a esas provisiones llevaban en sí un castigo. El hecho de que una persona fuera circuncidada no la eximía del castigo, sería juzgada como todas las demás. Por el contrario si alguna persona no era circuncidada, pero guardaba la Ley, recibiría los mismos beneficios como si estuviera circuncidada. Una vez más podemos ver que no son las apariencias externas lo que importa ante el Señor, sino los pensamientos internos y los motivos de nuestros corazones.

Capítulo 3:1-20

Entonces, ¿qué ventaja tiene el judío? ¿De qué sirve la circuncisión? De mucho, y por muchas razones. En primer lugar, a los judíos se les confió la palabra de Dios.

Pero entonces, si algunos de ellos no fueron fieles, ¿su falta de fe anulará la fidelidad de Dios? ¡De ninguna manera! Dios es siempre veraz aunque todo hombre sea mentiroso. Como está escrito: «Para que seas justificado en tus palabras, y salgas airoso cuando seas juzgado.» (Salmo 51:4)

Entonces, ¿qué diremos si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios? ¿Que Dios es injusto cuando nos castiga? (Hablo como ser humano.) ¡De ninguna manera! Pues si Dios fuera injusto, ¿cómo juzgaría al mundo? Pero si mi mentira sirve para que la verdad de Dios abunde para su gloria, ¿por qué todavía soy juzgado como pecador? ¿Y por qué no decir: «Hagamos males para que vengan bienes»? Así nos calumnian algunos que afirman que eso es lo que enseñamos. ¡Estas personas se tienen bien merecida la condenación! (Romanos 3:1-8).

Los “judaizantes” acusaron a Pablo de predicar un mensaje simplificado, dándoles a los creyentes la impresión de que a Dios no le importaba cómo se comportaban. Entonces trataron de convertir a los nuevos gentiles cristianos al judaísmo, diciendo que debían circuncidarse y guardar la Ley antes de seguir a Jesús.

Si Dios no hubiera proveído un remedio para el pecado el cual permite que podamos escapar del juicio, entonces podríamos esgrimir el argumento de que es injusto que Él nos juzgue. Después de todo nacimos con una naturaleza pecaminosa, no decidimos hacernos pecadores. Pero Él conoce el dilema que Su justicia y nuestra naturaleza pecaminosa le ha producido tanto a Él como a nosotros, así que vino a la tierra para enderezar las cosas. Nuestra parte es simplemente el aceptar en fe el remedio que Él ha proveído. Si fracasamos en eso, seremos dejados sin ninguna otra alternativa sino basarnos en nuestro propio mérito. Al escoger hacer eso anula cualquier reclamo de injusticia.

Nadie es Justo

¿Entonces, qué? ¿Somos nosotros mejores que ellos? ¡De ninguna manera! Porque ya hemos demostrado que todos, judíos y gentiles, están bajo el pecado. Como está escrito:
¡No hay ni uno solo que sea justo! (Isaías 64:6)
No hay quien entienda; no hay quien busque a Dios. (Isaías 29:13)
Todos se desviaron, a una se han corrompido. No hay quien haga lo bueno, ¡no hay ni siquiera uno! (Salmo 14:1-3)
Su garganta es un sepulcro abierto, y con su lengua engañan. (Salmo 5:9)
¡En sus labios hay veneno de serpientes! (Salmo 140:3)
Su boca está llena de maldición y de amargura. (Salmo 10:7)
Sus pies son veloces para derramar sangre. Destrucción y desgracia hay en sus caminos, y no conocen el camino de la paz. (Isaías 59:7-8)
No hay temor de Dios delante de sus ojos.» (Salmo 36:1)
Pero sabemos que todo lo que dice la ley, se lo dice a los que están bajo la ley, para que todos callen y caigan bajo el juicio de Dios, ya que nadie será justificado delante de Dios por hacer las cosas que la ley exige, pues la ley sirve para reconocer el pecado. (Romanos 3:9-20).

Entonces, la situación es esta. Ninguno de nosotros puede sobrevivir a un juicio por nuestros propios méritos. Ya sean judíos o gentiles, es imposible para nosotros poder resolver nuestro propio problema del pecado. Aun con la Ley, los judíos no están en mejor posición que los gentiles. Nadie puede guardar la Ley, como tampoco fue en algún momento considerado que alguien pudiera hacerlo. La Ley fue dada para hacer obvio el pecado y hacer que nuestra necesidad de un Salvación fuera clara. Entonces un Salvador fue dado, y desde ese momento en adelante la pregunta no ha sido “¿Es usted un pecador o no?”, sino más bien, “¿Ha aceptado usted Mi remedio o no?” Pablo utilizó dos capítulos y medio para convencernos de una sola verdad: Todos necesitamos el Evangelio. La próxima vez él empezará a darnos el Evangelio. 13/01/2007.