Lunes 20 de julio de 2020
Un Estudio Bíblico por Jack Kelley
Romanos 7:1 a 8:21
Habiendo recibido la justicia de Dios impuesta a nosotros por la fe aparte de la Ley, ahora tenemos que escoger vivir una vida en santidad. No estando ya esclavizados en nuestra naturaleza pecaminosa, podemos erguirnos sobre cualquier comportamiento auto destructivo que nos ha causado tristeza en el pasado, lo mismo que a todas aquellas personas a nuestro alrededor. Se nos ha dado una perspectiva eterna, sabiendo que lo mejor está aun por venir (2 Corintios 4:18). Liberados de la necesidad compulsiva de agarrar todo lo que podamos, sin importar cómo lo hacemos mientras lo podamos hacer, es que podemos empezar a vivir una vida de paz y experimentar el gozo de poder dar en agradecimiento por todo lo que hemos recibido.
Recuerden, nuestra meta principal ahora es prepararnos para el reino que pronto viene (Filipenses 3:13-14). Es tiempo para que empecemos a acumular nuestros tesoros allí porque para allá nos estamos dirigiendo. (Mateo 6:19-21). Debido a que hemos sido liberados de la esclavitud todo lo que necesitamos hacer ahora es decidir el adoptar una perspectiva eterna y empezar a tomar las decisiones para lograrlo. De allí en adelante, cada día que pasa nos acerca más a esa meta. Para ayudarnos a prepararnos, Pablo nos lleva ahora a través de la “Escuela de Derecho”, como algunas veces se le llama a Romanos 7.
Romanos 7
Una ilustración tomada del matrimonio
Puesto que hablo con quienes conocen la ley, les pregunto: ¿Acaso ignoran, hermanos, que la ley ejerce poder sobre alguien mientras esa persona vive? Por ejemplo, por la ley una mujer casada está sujeta a su marido mientras éste vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley que la sujetaba a él. Así que, si ella se une a otro hombre mientras su marido vive, comete adulterio, pero si su marido muere, ella queda libre de esa ley; de modo que, si se une a otro hombre, no comete adulterio.
Así también ustedes, hermanos míos, por medio del cuerpo de Cristo han muerto a la ley, para pertenecer a otro, al que resucitó de los muertos, a fin de que demos fruto para Dios. Porque mientras vivíamos en el cuerpo, las pasiones pecaminosas estimuladas por la ley actuaban en nuestros miembros y producían frutos que llevan a la muerte. Pero ahora que hemos muerto a su dominio, estamos libres de la ley, y de ese modo podemos servir en la vida nueva del Espíritu y no bajo el viejo régimen de la letra (Romanos 7:1-6).
Ya no estando obligados a vivir conforme a la Ley y el temor del castigo por desobedecerla, ahora podemos escoger vivir por el Espíritu y disfrutar las bendiciones que acompañan a la obediencia. Conforme lo hacemos, otras personas a nuestro alrededor serán atraídas por nuestro ejemplo, y así, pronto, estaremos acumulando tesoros en el cielo.
Luchando con el pecado
¿Concluiremos entonces que la ley es pecado? ¡De ninguna manera! Sin embargo, de no haber sido por la ley, yo no hubiera conocido el pecado; porque si la ley no dijera: «No codiciarás», tampoco yo habría sabido lo que es codiciar. Pero el pecado se aprovechó del mandamiento y despertó en mí toda clase de codicia, porque sin la ley el pecado está muerto. En un tiempo, yo vivía sin la ley, pero cuando vino el mandamiento, el pecado cobró vida y yo morí. Entonces me di cuenta de que el mismo mandamiento que debía darme vida, me llevó a la muerte, porque el pecado se aprovechó del mandamiento y me engañó, y por medio de él me mató. Podemos decir, entonces, que la ley es santa, y que el mandamiento es santo, justo y bueno.
Pero entonces, ¿lo que es bueno, se convirtió en muerte para mí? ¡De ninguna manera! Más bien el pecado, para demostrar que es pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por medio del mandamiento llegara a ser extremadamente pecaminoso (Romanos 7:7-13).
Pablo mostró aquí una dosis saludable de su sobresaliente intelecto, y si no somos cuidadosos podemos perder el sentido que él le da. Puesto de manera simple, la Ley estipula las normas de Dios para la justificación. Es un patrón que podemos sobreponer a nuestro comportamiento para mostrar lo buenos que somos para ajustamos a las reglas. Nosotros pecamos creyendo que si nuestros actos externos concuerdan, entonces somos justos, pero, en realidad, nuestros pensamientos internos traicionan nuestros verdaderos motivos. Nosotros creemos que porque no andamos matando personas es que no hemos roto ningún mandamiento. Entonces descubrimos que el estar disgustados con alguien es tan malo como matar a esa persona. Lo mismo sucede con el adulterio versus la lujuria, el robo versus la codicia, etc., etc. Entonces la Ley, la cual es santa, justa y buena, nos revela lo totalmente pecaminosos que somos y así nos condena a morir.
Cuando éramos niños no estábamos sujetos a la Ley y teníamos vida. Pero tan pronto como pudimos entenderla, la Ley nos reveló nuestro estado pecaminoso y de allí en adelante somos tan buenos como el estar muertos.
Sabemos que la ley es espiritual. Pero yo soy un simple ser carnal, que ha sido vendido como esclavo al pecado. No entiendo qué me pasa, pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco. Y si hago lo que no quiero hacer, compruebo entonces que la ley es buena. De modo que no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que habita en mí. Yo sé que en mí, esto es, en mi naturaleza humana, no habita el bien; porque el desear el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí (Romanos 7:14-20).
En un momento de candor extremo, Pablo admitió que a pesar de que intentó de todo corazón no pecar, su naturaleza pecaminosa siempre lo traicionó. En otras palabras, él no era pecador porque pecaba, el pecaba porque era un pecador. Su naturaleza era para pecar, y así es la nuestra también. Una vez que nos damos cuenta de eso, tendremos un enorme sentido de alivio porque Pablo escribió bajo la influencia del Espíritu Santo. Y todo eso significa que Dios entiende nuestra naturaleza y por eso es que indujo que la revelación de Pablo nos diera paz. Dios sabe que no importa lo mucho que lo intentemos, fracasaremos en cumplir con Sus normas de justificación porque somos defectuosos. Nuestra naturaleza pecaminosa siempre nos traicionará. El saber eso le permite a Él perdonarnos los mismos pecados una y otra vez, cada vez que se lo pedimos.
Entonces, aunque quiero hacer el bien, descubro esta ley: que el mal está en mí. Porque, según el ser interior, me deleito en la ley de Dios; pero encuentro que hay otra ley en mis miembros, la cual se rebela contra la ley de mi mente y me tiene cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Doy gracias a Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo. Así que yo mismo, con la mente, sirvo a la ley de Dios, pero con la naturaleza humana sirvo a la ley del pecado (Romanos 7:21-25).
Muy dentro de nosotros, todos queremos ser buenos, pero nuestra naturaleza defectuosa siempre nos saboteará. Por eso es que solamente Dios nos puede rescatar. En cuanto a la Ley se refiere, nosotros no podemos salvarnos del castigo merecido por nuestras infracciones. Fue necesario para el Dios que nos creó poder hacerlo. Ese es el mensaje de la “Escuela de Derecho”.
Romanos 8:1-21
La vida en el Espíritu
Por tanto, no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu, porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque Dios ha hecho lo que para la ley era imposible hacer, debido a que era débil por su naturaleza pecaminosa: por causa del pecado envió a su Hijo en una condición semejante a la del hombre pecador, y de esa manera condenó al pecado en la carne, para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no seguimos los pasos de nuestra carne, sino los del Espíritu. Porque los que siguen los pasos de la carne fijan su atención en lo que es de la carne, pero los que son del Espíritu, la fijan en lo que es del Espíritu (Romanos 8:1-5).
Si nosotros hemos confiado en Jesús para nuestra salvación, ya no podemos ser condenados cuando no cumplimos con las normas de la Ley. Cuando Jesús pagó completamente la pena que merecemos, Él confirmó que la Ley era justa en condenarnos por nuestros pecados pasados. Pero al mismo tiempo, Su muerte nos liberó de cualquier responsabilidad futura que se nos pueda achacar. Puesto que la medida completa de los requisitos de la Ley fue cumplida en Jesús, ya nosotros no podemos ser acusados. A nosotros nos protege la Ley del Doble Riesgo. Solamente necesitamos confesar nuestros pecados para ser perdonados (1 Juan 1:9).
Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Las intenciones de la carne llevan a la enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; además, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios (Romanos 8:6-8).
Al comparar este pasaje con lo que Pablo admitió sobre él mismo en Romanos 7:14-20, es que sabemos que él está hablando sobre nuestras intenciones y no sobre nuestras acciones. Todos nosotros cometemos algún pecado de vez en cuando, y lo cometemos a propósito. Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros (1 Juan 1:8). Una de las formas en las que la naturaleza pecaminosa ha sido definida es, “la naturaleza terrenal del hombre aparte de la influencia divina está, por consiguiente, propensa a pecar y a oponerse a Dios”. El cómo podemos reaccionar ante nuestro propio comportamiento nos ayudará a ver nuestras intenciones. Cuando nos sentimos acusados por nuestro propio comportamiento pecaminoso y eso provoca que confesemos ese pecado y seamos perdonados, entonces estamos respondiendo a la influencia divina del Espíritu, y estamos viviendo según el Espíritu.
Pero ustedes no viven según las intenciones de la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en ustedes. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está en ustedes, el cuerpo está en verdad muerto a causa del pecado, pero el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús vive en ustedes, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que vive en ustedes (Romanos 8:9-11).
Si somos salvos, el Espíritu Santo habita en nosotros. A pesar de que nuestros cuerpos físicos están condenados a morir debido a nuestra naturaleza pecaminosa, nuestro espíritu está vivo en Cristo. Y, un día, con el mismo poder que Él utilizó para levantar a Jesús de la tumba, Dios levantará también de sus tumbas a los cuerpos de todos los que han muerto en Él, para que el cuerpo y el espíritu puedan reunirse.
Así que, hermanos, tenemos una deuda pendiente, pero no es la de vivir en conformidad con la carne, porque si ustedes viven en conformidad con la carne, morirán; pero si dan muerte a las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán. Porque los hijos de Dios son todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios. Pues ustedes no han recibido un espíritu que los esclavice nuevamente al miedo, sino que han recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, somos también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados (Romanos 8:12-17).
Sabiendo cuál es nuestro destino, nuestra obligación es ser, de hecho, lo que ya somos en la fe. Piensen en ello como que es el derecho real para ser entrenados, aprendiendo a vivir de la manera en que lo hace un noble de nacimiento. Nosotros estamos por arriba de los paganos ahora y ya no estamos obligados a hacer las cosas que ellos hacen. Y a pesar de que aun podemos caer y alejarnos de las normas a las que se nos ha llamado cumplir, el Espíritu que habita en nosotros nos recuerda que ya no somos esclavos que vivimos temiendo ser expulsados de la casa del amo, sino que somos hijos e hijas del mismo Rey. Pero a todos los que la recibieron [la Palabra], a los que creen en su nombre, les dio la potestad de ser hechos hijos de Dios (Juan 1:12). Si nosotros hemos participado en el sufrimiento del Señor, lo que eso significa es que hemos admitido que Su muerte ha pagado completamente por nuestros pecados, y entonces compartiremos en Su gloria. Porque si somos hijos de Dios entonces también somos Sus herederos y, junto con Jesús, nos dividiremos Su patrimonio.
La gloria futura
Pues no tengo dudas de que las aflicciones del tiempo presente en nada se comparan con la gloria venidera que habrá de revelarse en nosotros. Porque la creación aguarda con gran impaciencia la manifestación de los hijos de Dios. Porque la creación fue sujetada a vanidad, no por su propia voluntad, sino porque así lo dispuso Dios, pero todavía tiene esperanza, pues también la creación misma será liberada de la esclavitud de corrupción, para así alcanzar la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Romanos 8:18-21).
No solamente el ser humano fue juzgado cuando Adán cayó. Toda la creación sufrió también. Y la creación ha estado esperando desde entonces para cuando la Iglesia sea glorificada. Solamente entonces será liberada de la atadura de su deterioro. Cuando nosotros descendamos del cielo en la Nueva Jerusalén, ya no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron [el viejo orden] (Apocalipsis 21:4). Y cuando los redimidos de Israel marchen a la Tierra Prometida para dar inicio a la Era del Reino sobre la Tierra, saldrán gozosos y serán guiados en paz; los montes y los collados levantarán canciones delante de ellos, y todos los árboles del campo darán palmadas de aplauso (Isaías 55:12). La larga noche de su atadura finalmente terminará, toda la creación estallará en cantos. Ahora solamente lo podemos imaginar. Selah 03/02/2007.