Una carta de Santiago. Parte 3

Miércoles, 22 de mayo de 2019

Esta es la tercera parte en la serie “Una Carta de Santiago.”

Un Estudio bíblico por Jack Kelley

En la parte 3 continuamos repasando las instrucciones que Santiago le dio a la primera iglesia de cómo vivir apropiadamente la vida cristiana. Recuerden, esta carta pudo haber sido la primera que se escribió como enseñanza a la Iglesia jamás antes recibida, pre datando los Evangelios y las cartas de Pablo, con la posible excepción de la carta a los Gálatas. Esta vez cubriremos el capítulo 3. Así que empecemos.

Domesticando la lengua

Hermanos míos, no se convierta la mayoría de ustedes en maestros. Bien saben que el juicio que recibiremos será mayor. Todos cometemos muchos errores. Quien no comete errores en lo que dice, es una persona perfecta, y además capaz de dominar todo su cuerpo. (Santiago 3:1-2).

Ninguno de nosotros es perfecto. Todos decimos y hacemos cosas que más tarde nos damos cuenta que fueron un error. Para la mayoría de las personas eso es un asunto simple de corregirse. Pero para los maestros, cualquier error de nuestra parte va directamente a la mente de nuestros escuchas y puede influenciar su entendimiento de la palabra de Dios para el resto de su vida. Las personas que sienten que han sido llamadas a enseñar necesitan tener la habilidad para hablar clara y concisamente, dependiendo solamente en lo que Dios les ha transmitido. También necesitamos estar conscientes que Él está escuchando y que nos responsabilizará por nuestra enseñanza. No es suficiente para nosotros referirnos a la advertencia de Pablo de investigar las Escrituras y que se lo digamos a quienes nos escuchan para ver si estamos hablando la verdad (Hechos 17:11). También seremos requeridos a justificar todo lo que hemos dicho.

A los caballos les ponemos un freno en la boca, para que nos obedezcan, y así podemos controlar todo su cuerpo. Y fíjense en los barcos: Aunque son muy grandes e impulsados por fuertes vientos, se les dirige por un timón muy pequeño, y el piloto los lleva por donde quiere. Así es la lengua. Aunque es un miembro muy pequeño, se jacta de grandes cosas. ¡Vean qué bosque tan grande puede incendiarse con un fuego tan pequeño! Y la lengua es fuego; es un mundo de maldad. La lengua ocupa un lugar entre nuestros miembros, pero es capaz de contaminar todo el cuerpo; si el infierno la prende, puede inflamar nuestra existencia entera (Santiago 3:3-6).

Pablo adoptó este mismo pensamiento en sus cartas. Él nos advirtió de abandonar la ira, el enojo, la malicia, la blasfemia y las conversaciones obscenas de nuestra boca (Colosenses 3:8). Nuestra conversación no debe de estar mezclada con obscenidades, necedades o chistes groseros, lo cual está fuera de lugar para las personas creyentes, sino en su lugar, con agradecimiento por todo lo que se nos ha dado (Efesios 5:4).

Él nos advirtió de no pronunciar palabras obscenas sino solamente lo que es útil para la edificación de otras personas con el objeto de que quienes escuchan sean edificados. Hacerlo de otra manera entristece al Espíritu Santo el cual está sellado en nosotros hasta el día de la redención (Efesios 4:29-30).

La gente puede domesticar y, en efecto, ha domesticado, a toda clase de bestias, aves, serpientes y animales marinos, pero nadie puede domesticar a la lengua. Ésta es un mal indómito, que rebosa de veneno mortal.

Con la lengua bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los seres humanos, que han sido creados a imagen de Dios. De la misma boca salen bendiciones y maldiciones. Hermanos míos, ¡esto no puede seguir así! ¿Acaso de una misma fuente puede brotar agua dulce y agua amarga? No es posible, hermanos míos, que la higuera dé aceitunas, o que la vid dé higos. Ni tampoco puede ninguna fuente dar agua salada y agua dulce (Santiago 3:7-12).

Jesús dijo que las palabras que salen de nuestra boca se originan en nuestro corazón y esas son las cosas que nos contaminan (Mateo 15:18). Puesto que lo que decimos es un reflejo de lo que está en nuestro corazón, y puesto que el corazón del ser humano natural es incurablemente perverso (Jeremías 17:9), luego la única forma que podemos cambiar lo que sale de nuestra boca es cambiar lo que ingresa en nuestro corazón. Por esa razón, yo creo que escuchar lo que sale de nuestra propia boca puede proveer la señal más clara si en verdad somos creyentes bajo la influencia del Espíritu Santo. Recuerden, Santiago nos amonestó de ser hacedores de la palabra y no solamente oidores (Santiago 1:22). Asegurémonos de que lo que sale de nuestra boca es consistente con lo que esté en nuestro corazón.

Dos clases de sabiduría

¿Quién de ustedes es sabio y entendido? Demuéstrelo con su buena conducta, y por medio de actos realizados con la humildad propia de la sabiduría. Pero si ustedes abrigan en su corazón amargura, envidia y rivalidad, no tienen de qué presumir y están falseando la verdad. Esta clase de sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino que es terrenal, estrictamente humana, y diabólica. Pues donde hay envidias y rivalidades, allí hay confusión y toda clase de mal (Santiago 3:13-16).

Recordemos que Santiago no se estaba refiriendo a guardar la Ley cuando habló de una vida buena llena de obras hechas con humildad. Los fariseos mostraban que guardar la Ley no daba como resultado la humildad, sino más bien la arrogancia y el orgullo. Miraban de menos a los menos afortunados y criticaron a Jesús por asociarse con ellos (Mateo 9:10-11). Ellos creían que si los pobres simplemente vivían de acuerdo a los estándares fariseos, serían bendecidos acorde. Por lo tanto no tenían excusa por su miseria y no merecían ni compasión ni ayuda.

Es natural para los humanos ser auto centrados y envidiosos en cuánto a cómo percibimos lo que es el éxito en los demás. Es parte de nuestra naturaleza pecaminosa. Santiago dijo que esas actitudes no son espirituales sino más bien demoníacas. Promueven la envidia en vez de la humildad y el egoísmo en lugar de la generosidad, y están detrás de todas las prácticas malignas del ser humano.

Solamente las personas creyentes se dan cuenta de que antes de haber llegado al Señor, realmente no teníamos nada de valor para Él y sin embargo Él nos dio todo solamente porque se lo pedimos. Eso es lo que promueve el deseo en nuestro corazón de compartir lo que tenemos con otras personas. Nuestra amabilidad y generosidad hacia los demás muestran la humildad que sale de saber que no merecíamos nada para ser salvos, y es una demostración de nuestra rebosante gratitud por el regalo gratuito que hemos recibido.

Pero la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura, y además pacífica, amable, benigna, llena de compasión y de buenos frutos, ecuánime y genuina. Y el fruto de la justicia se siembra en paz para los que trabajan por la paz (Santiago 3:17-18).

La sabiduría que viene del cielo no está cargada de motivos ulteriores y agendas ocultas. Pablo dijo que el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza (Gálatas 5:23).

Para concluir

Ningún mero asentimiento intelectual que Dios existe o aún que Jesús vino a enseñarnos cómo vivir una vida agradable a Dios puede producir el cambio en la actitud de una persona de la que tanto Santiago como Pablo están hablando aquí.

Para ser la clase de persona que ellos describen, tenemos que despojarnos del viejo yo, el cual está corrompido por los deseos engañosos y ser hechos una nueva criatura en la actitud de nuestras mentes (Efesios 4:22-23).

Esta es la obra regenerativa del Espíritu Santo, el cual está sellado en cada persona creyente nacida de nuevo. Solamente Él puede producir la clase de cambio en nosotros que nos permite poner a un lado nuestro auto centrismo y caminar en humildad, haciendo buenas obras en cada oportunidad.

Usted se sorprenderá al saber que el origen de este pensamiento está en el Antiguo Testamento. Es un ejemplo asombroso de que eso es lo que Dios siempre ha querido para Su pueblo, Él hizo que el profeta Miqueas nos dijera,

Ya se te ha declarado lo que es bueno, y qué pide el SEÑOR de ti: solamente practicar la justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios (Miqueas 6:8).

Viva una vida agradable al Señor y deléitese ayudando a los necesitados, hecho todo en un espíritu de humildad, y en agradecimiento por lo que se le ha dado a usted. Más la próxima vez. 05/07/15