Miércoles, 27 de febrero de 2019
Un Estudio Bíblico por Jack Kelley
Salió Jesús de allí y vino a su tierra, y le seguían sus discípulos. Y llegado el día de reposo, comenzó a enseñar en la sinagoga; y muchos, oyéndole, se admiraban, y decían:
¿De dónde tiene éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada, y estos milagros que por sus manos son hechos? ¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él.
Mas Jesús les decía: No hay profeta sin honra sino en su propia tierra, y entre sus parientes, y en su casa. Y no pudo hacer allí ningún milagro, salvo que sanó a unos pocos enfermos, poniendo sobre ellos las manos. Y estaba asombrado de la incredulidad [falta de fe] de ellos. Y recorría las aldeas de alrededor, enseñando (Marcos 6:1-6).
De todas las obras milagrosas de Dios, a nosotros nos parece que la curación es la más impresionante. Oramos por un resultado favorable debido a alguna crisis real o imaginaria, y cuando lo obtenemos creemos que fue una coincidencia. El clima mejora antes de un evento importante, un dinero nos llega por correo justo a tiempo, un adversario queda acomodado de un momento a otro, un lugar de estacionamiento se desocupa cuando no había ningún otro espacio, alguien más es el favorito para un ascenso pero lo obtenemos nosotros. Todas estas cosas dejan el campo abierto para la “buena fortuna”, o para el crédito personal. Pero cuando una persona enferma se cura de un momento a otro, solamente puede ser Dios.
Es que en muchas iglesias (¿o quizás en la mayoría?) las sanidades milagrosas son tan escasas. Mucho de lo que conocemos de ellas está contaminado por los graznidos de la televisión por cable al punto de que muchas personas descartan esa idea de primera entrada. En las raras ocasiones cuando quedamos convencidos de que una sanidad es legítima nos asombramos de la fe que la misma debió requerir.
Pero No Siempre Fue Así
En los tiempos del Señor las personas aparentemente estaban acostumbradas a esa clase de cosas. Lo que les llamaba la atención era cuando los ciegos recibían la vista, las extremidades torcidas eran enderezadas y funcionaban normalmente, o cuando los muertos eran levantados a la vida. El pasaje anterior de Marcos 6 es un caso en cuestión. Debido a que la gente de la ciudad natal del Señor lo conocía desde Su niñez, la fe que tenían en Su poder sobrenatural era débil, de hecho tan débil, que “todo” lo que Él pudo hacer allí fue sanar a unas pocas personas enfermas. ¡No hubo ningún milagro real para la gente de Nazaret!
A través de todo Su ministerio, a donde Él fuera, gran cantidad de gente era sanada. La gente lo seguía a pie durante días, algunas veces terminando entre 80 y 95 kilómetros alejados de sus casas, sin alimento ni lugar donde refugiarse. En dos ocasiones que sepamos, los alimentó Él mismo porque no tenían nada que comer. ¡Otro milagro! Cuando la gente se enteró que Él llegaba a su ciudad, le traían los enfermos a la plaza en donde lo aguardaban, esperando que los sanara. Cuando Él envió a Sus discípulos lo mismo sucedió por medio de ellos. La gente era sanada por miles. Todas estas personas creían, lo esperaban, y lo experimentaban. La sanidad sobrenatural era una experiencia diaria que cuando Él no podía hacerlo, su falta de fe lo asombraba. Veamos los ejemplos siguientes.
Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó. Y le siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán (Mateo 4:23-25).
Y terminada la travesía, vinieron a tierra de Genesaret. Cuando le conocieron los hombres de aquel lugar, enviaron noticia por toda aquella tierra alrededor, y trajeron a él todos los enfermos; y le rogaban que les dejase tocar solamente el borde de su manto; y todos los que lo tocaron, quedaron sanos (Mateo 14:34-36).
Y no solamente fue Jesús. Él les dio ese poder sanador a Sus discípulos también, para mostrarnos que Él podía hacer todos estos milagros a través de gente de fe.
Y recorría las aldeas de alrededor, enseñando. Después llamó a los doce, y comenzó a enviarlos de dos en dos; y les dio autoridad sobre los espíritus inmundos… Y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen. Y echaban fuera muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos, y los sanaban (Marcos 6:6-7, 12-13).
Tanto que sacaban los enfermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos. Y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados de espíritus inmundos; y todos eran sanados (Hechos 5:15-16).
Y hacía Dios milagros extraordinarios por mano de Pablo, de tal manera que aun se llevaban a los enfermos los paños o delantales de su cuerpo, y las enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían (Hechos 19:11-12).
Pero las cosas ciertamente son diferentes hoy en día. Ahora cuando nuestras oraciones no son respondidas, o excusamos a Dios (no era Su voluntad o no era Su momento) o lo culpamos (Él ya no sana a la gente). ¿Por qué es que nunca nos responsabilizamos a nosotros mismos? Hebreos 13:8 dice que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y por los siglos, y, sin embargo, nuestras experiencias son diferentes a las de aquellos primeros creyentes. Si Él es el mismo, entonces, nosotros los creyentes, somos los que debemos ser diferentes.
En ningún lado de los Evangelios encontramos que cuando se le pidió que sanara a alguna persona Jesús respondiera “No es el momento de Dios”. En una ocasión en la que un hombre le preguntó si Él quería, Jesús le respondió, “Quiero” (Mateo 8:2-3). En otra ocasión en la que otro hombre le preguntó si Él podía, Jesús le respondió, “al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23). Y en otra ocasión en la que el amigo de un hombre intentó convencerlo de que ya era demasiado tarde porque su hija había muerto, Jesús le dijo, “No temas; cree solamente, y será salva.” (Lucas 8:50).
Y cierto hombre de Listra estaba sentado, imposibilitado de los pies, cojo de nacimiento, que jamás había andado. Este oyó hablar a Pablo, el cual, fijando en él sus ojos, y viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo (Hechos 14:8-10).
Y en cuanto a la opinión de que la sanidad (y otros dones espirituales) era solamente para la iglesia del Siglo I como una ayuda para aumentar su membresía, no existe ni un solo versículo en el Nuevo Testamento que apoye esa afirmación. El hecho de que existen suficientes casos documentados de curaciones sobrenaturales hoy día, anula totalmente ese argumento.
Yo ya he contado la historia de una mujer epiléptica que llegó a la iglesia un domingo en la mañana. A mitad del mensaje sufrió un ataque frente a todo el mundo que la tumbó al suelo. Yo llamé a varias personas para que me ayudaran a orar por ella y allí mismo fue totalmente sanada. Después que su médico confirmó su curación, ella botó todas sus medicinas y nunca más volvió a sufrir de un ataque de epilepsia. Más tarde ella me dijo que había visto todo eso en un sueño que tuvo antes de que fuera sanada y a pesar de que nunca había visitado nuestra iglesia con anterioridad, ella creyó que si iba sería sanada. Ella tuvo la fe de entrar en esa congregación extraña a sabiendas de que podía quedar en vergüenza, pero creyó que Dios la sanaría. Y Él lo hizo. “Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (Marcos 5:34).
Cuando usted compara las narraciones duplicadas, aparecen siete variaciones de esa frase en los Evangelios. Por siete veces Él le acreditó la sanidad a la fe de las personas. El número siete es el número del cumplimiento divino. Él sabe que Su poder para sanar es constante. La variable es nuestra fe. Esto me ha llevado a concluir que un evento milagroso es simplemente la intersección del constante poder de Dios con la fe de un creyente.
Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios (Romanos 10:17). La vida era más tenue en los tiempos bíblicos de lo que es en los nuestros, por lo que no podemos ni siquiera imaginar la diferencia. Tampoco podemos entender que ahora estamos más cerca de Dios de lo que aquellas personas estaban. Su fe era real, lo cual era el componente más crítico de sus vidas. Las personas que podían, leían la Biblia. Las que no podían, escuchaban a las que podían hacerlo. Su vida se centraba alrededor del estudio de Su Palabra. No existía ninguna industria del entretenimiento por lo que les podían contar a sus hijos las historias de los héroes bíblicos. Discutían la teología entre ellos. Cada varón desde la edad de 12 años sabía de corazón la Torah. Y todo eso se hacía en obediencia a la Palabra de Dios.
Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas (Deuteronomio 6:4-9).
No había fabricantes de medicinas ni hospitales. Sus médicos eran los sacerdotes. Dios les prometió que si obedecían Sus mandamientos Él vería que no contrajeran ninguna de las enfermedades que les había enviado a los egipcios (Éxodo 15:26). Dios era su sanador, y cuando ellos obedecían disfrutaban de unas vidas seguras y saludables, tan largas o más largas que las nuestras, y en cada momento llenas de satisfacción. Eso era la medicina preventiva en su forma más pura.
Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios. Bendito serás tú en la ciudad, y bendito tú en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu tierra, el fruto de tus bestias, la cría de tus vacas y los rebaños de tus ovejas. Benditas serán tu canasta y tu artesa de amasar. Bendito serás en tu entrar, y bendito en tu salir. Jehová derrotará a tus enemigos que se levantaren contra ti; por un camino saldrán contra ti, y por siete caminos huirán de delante de ti. Jehová te enviará su bendición sobre tus graneros, y sobre todo aquello en que pusieres tu mano; y te bendecirá en la tierra que Jehová tu Dios te da (Deuteronomio 28:2-8).
Una Narración De Dos Historias
La narración del Antiguo Testamento es una de obediencia. De hecho uno puede resumir todo el Antiguo Testamento por medio de una pregunta hecha por Dios. “Israel, ¿me vas a obedecer, o no?” Al obedecer Sus mandamientos ellos vivieron sus vidas sin preocupaciones, comían comida saludable, y vivían unas vidas largas y prósperas. Cuando se salieron del camino, sus vidas se desplomaron. Una y otra vez ellos repetían el ciclo de la obediencia y la bendición seguido por la desobediencia y la maldición. Y luego, para su mayor vergüenza, su respuesta final a Dios era, “No”.
Hay algunos cristianos que habiendo estudiado la historia de Israel tratan de rehacer su comunidad de bendición obedeciendo los mandamientos. Ellos no se dan cuenta de que la narración del Nuevo Testamento es una de fe. Esta se puede resumir en una sola pregunta también, pero ahora Dios nos pregunta, “Iglesia, ¿me vas a creer, o no?”
La vez anterior yo hablé sobre la promesa del Señor de suplir todas nuestras necesidades si solamente buscamos Su Reino y Su justicia. Ambas nos son impuestas por la fe. Nosotros no tenemos porqué preocuparnos por nuestras vidas aquí porque el Señor ha jurado proveernos. Nuestro trabajo es creer en Él. Aun en momentos de prueba tenemos que caminar por fe, no por vista. Pablo nos advierte que no miremos las cosas que se ven porque son temporales. Debemos poner nuestros ojos en las cosas que no se ven porque son eternas (2 Corintios 4:18). Dios se hará cargo del resto. A continuación damos algunos ejemplos.
¿Se siente usted apagado y desanimado, y sobrecargado por las preocupaciones de la vida?
Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos! Vuestra gentileza sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús… Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús (Filipenses 4:4-7, 19). Regocijarse en fe.
¿Se encuentra usted cargado de culpa por sus pecados?
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1:9). Confesar en fe.
¿Tiene usted problemas monetarios?
Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir (Lucas 6:38). Dar en fe.
¿O tiene usted problemas en su salud?
¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados. Confesaos vuestras ofensas unos a otros, y orad unos por otros, para que seáis sanados. La oración eficaz del justo puede mucho (Santiago 5:14-16). Orar en fe.
Pero en la mayoría de los casos, nosotros ignoramos estas admoniciones. Como resultado de ello vivimos nuestras vidas llenas de tensión y preocupación porque gastamos más de lo que ganamos. Nuestra comida y bebida nos envenenan y por eso es que pagamos cuentas exorbitantes en médicos y en medicinas. La profesión médica practica una medicina correctiva porque los doctores solamente prosperan cuando sus pacientes están enfermos. Los hospitales son la causa primera de la muerte seguida solamente por los problemas cardiacos producidos por nuestro estilo de vida y la dieta que seguimos. La mayoría de nosotros se encuentra a dos enfermedades graves de la ruina financiera, y después de incontables trillones de dólares gastados en investigaciones y 3000 años de experimentos, nuestras vidas no son ni más largas ni más satisfactorias que las de los judíos en tiempos de David y Salomón.
A Israel Dios le pedía obedecer Sus mandamientos para que pudieran disfrutar de salud y prosperidad. A la Iglesia se le llama a creer en Sus promesas. En este momento en el tiempo pareciera que no estamos haciendo un mejor trabajo que el que ellos hicieron. A menos que podamos corregir eso no hay forma alguna en que podamos estar preparados para los días venideros. Y como los apóstoles le pidieron al Señor, nuestra oración también debe ser, “¡Aumenta nuestra fe!”. Selah. 27/09/2008