De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo. Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica. JAH, si mirares a los pecados, ¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse? Pero en ti hay perdón, para que seas reverenciado.
Esperé yo a Jehová, esperó mi alma; en su palabra he esperado. Mi alma espera a Jehová más que los centinelas a la mañana, más que los vigilantes a la mañana. Espere Israel a Jehová, porque en Jehová hay misericordia, y abundante redención con él; Y él redimirá a Israel de todos sus pecados.
La certeza del perdón de Dios es tan antigua como la Biblia. Estoy convencido de que si Adán solamente hubiera confesado lo que hizo cuando Dios se lo preguntó, el mundo sería un lugar mucho más distinto de lo que es hoy día. Lo mismo sucedió con Caín. En todos los escritos del Antiguo Testamento sobre la ira de Dios y Su juicio, fácilmente pasa desapercibido el hecho de que todo lo que Dios quería que hiciéramos era que confesáramos nuestros pecados. Él nos dio la Ley no para que nos comportáramos bien, sino para mostrarnos que somos pecadores (Romanos 3:20).
El punto principal al definir nuestra relación con Dios la debemos tomar de Miqueas 6:8. “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios”. Él pudo haber dicho, “Haga cada uno lo correcto, sean misericordiosos en su trato con los demás, y reconozcan que ustedes son pecadores que necesitan ser perdonados”.
En la parábola del fariseo y el cobrador de impuestos—publicano (Lucas 18:9-14), el Señor no hizo ningún comentario sobre el esfuerzo del fariseo, quien con toda seguridad, dedicaba cada momento posible en mantener la ley de Dios, sino que comentó sobre la humildad del publicano que sabía que no podía cumplir la ley.
Una de las cosas que más frustra a Dios en su trato con nosotros, es nuestro terco rechazo para admitir que somos pecadores. Nos limpiamos por fuera, causamos una buena impresión en los demás, y algunas veces aun nos engañamos en creer que somos mejores de lo que en verdad lo somos. Pero en nuestros corazones somos pecadores en gran necesidad del perdón. Cada uno de nosotros.
Cuando nos acercamos al Señor con verdadera sinceridad, aun nuestros pecados más atroces serán siempre perdonados. Y esa no es ninguna ventaja del Nuevo Testamento, establecida en la cruz. Siempre lo ha sido así. Tomemos, por ejemplo, el caso de David con Betsabé. Él tomó la mujer de otro hombre y luego hizo que lo mataran para poder casarse con ella. David entró en el Lugar Santísimo esperando ser castigado, a sabiendas de que lo merecía. Él recientemente había visto a un hombre morir con solo haber tocado el Arca, así que puso su mano sobre ella, listo para ser fulminado. En lugar de ello, David fue perdonado porque humilló su corazón ante Dios.
Si Dios mantuviera un registro de nuestro comportamiento, ninguno de nosotros sobreviviría. Todos nosotros nos hemos alejado demasiado de nuestra relación con Dios debido a nuestra corriente pecaminosa. Pero Sus misericordias son nuevas cada día. Cada día es un nuevo comienzo. No importa cuántas veces lo hemos hecho en el pasado, si confesamos sinceramente nuestros pecados, Él es justo y fiel para perdonarnos y limpiarnos de toda injusticia (1 Juan 1:9), porque en él hay amor inagotable; en él hay plena redención (Salmo 130:7 NVI).