Salmo 18:1-19

Te amo, oh Jehová, fortaleza mía. Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio. Invocaré a Jehová, quien es digno de ser alabado, y seré salvo de mis enemigos.

Me rodearon ligaduras de muerte, y torrentes de perversidad me atemorizaron. Ligaduras del Seol me rodearon, me tendieron lazos de muerte. En mi angustia invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios.

El oyó mi voz desde su templo, y mi clamor llegó delante de él, a sus oídos. La tierra fue conmovida y tembló; se conmovieron los cimientos de los montes, y se estremecieron, porque se indignó él. Humo subió de su nariz, y de su boca fuego consumidor; carbones fueron por él encendidos. Inclinó los cielos, y descendió; y había densas tinieblas debajo de sus pies. Cabalgó sobre un querubín, y voló; voló sobre las alas del viento.

Puso tinieblas por su escondedero, por cortina suya alrededor de sí; oscuridad de aguas, nubes de los cielos. Por el resplandor de su presencia, sus nubes pasaron; granizo y carbones ardientes. Tronó en los cielos Jehová, y el Altísimo dio su voz; granizo y carbones de fuego. Envió sus saetas, y los dispersó; lanzó relámpagos, y los destruyó. Entonces aparecieron los abismos de las aguas, y quedaron al descubierto los cimientos del mundo, a tu reprensión, oh Jehová, por el soplo del aliento de tu nariz.

Envió desde lo alto; me tomó, me sacó de las muchas aguas. Me libró de mi poderoso enemigo, y de los que me aborrecían; pues eran más fuertes que yo. Me asaltaron en el día de mi quebranto, mas Jehová fue mi apoyo. Me sacó a lugar espacioso; me libró, porque se agradó de mí.

Al leer lo anterior podríamos pensar “¿por qué el Señor no vence a mis enemigos de la misma manera?” De hecho, Él lo hace, solamente que no podemos verlo. En el Antiguo Testamento todo era externo y físico. A partir de la Cruz se volvió interno y espiritual, pero la batalla continúa. Ahora en vez de pelear contra los ejércitos de Saúl como lo hacía David, peleamos en contra de un enemigo invisible y muchas veces más poderoso. “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).

Nuestro enemigo estaba determinado desde el principio a que no fuéramos salvos, pero el Señor lo derrotó. Ahora, ese enemigo está determinado a que no vivamos una vida victoriosa, pero una y otra vez, el Señor lo derrota. Y de la misma manera que Saúl venía contra David una y otra vez, nuestro enemigo así nos estará persiguiendo. Pero, como en el caso de David, con cada ataque viene otra victoria. Y así como él, siempre podemos contar con dos cosas, batallas y victorias.

Arthur W. Pink escribió que hemos recibido una salvación cuádruple: Somos salvos del castigo, del poder, de la presencia, y sobretodo del placer del pecado. Y aun si tropezamos de vez en cuando, como ciertamente lo hacemos, la convicción del Espíritu Santo cierra la llave de cualquier placer temporal que podamos haber obtenido pecando, porque de manera humilde y llena de remordimiento, buscamos el perdón. Y tan pronto como lo pedimos, obtenemos ese perdón.

En las regiones celestes, el relámpago brilla, el trueno corre y el sonido del choque de las espadas se escucha en todo nuestro alrededor cuando el Señor envía a Sus Santos Guerreros en defensa nuestra. Pero todo lo que escuchamos es Su dulce y amorosa voz: “Yo te perdono”. Otra victoria.