Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño.
Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano. Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado.
Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado; ciertamente en la inundación de muchas aguas no llegarán éstas a él. Tú eres mi refugio; me guardarás de la angustia; con cánticos de liberación me rodearás.
Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos. No seáis como el caballo, o como el mulo, sin entendimiento, que han de ser sujetados con cabestro y con freno, porque si no, no se acercan a ti.
Muchos dolores habrá para el impío; mas al que espera en Jehová, le rodea la misericordia. Alegraos en Jehová y gozaos, justos; y cantad con júbilo todos vosotros los rectos de corazón.
Para un cristiano, el estar alejado de la comunión con Dios es un asunto tenebroso porque interrumpe el flujo de bendiciones de Dios y lo coloca en el mundo por su cuenta. Cuando estamos en comunión con Dios, nos volvemos invisibles al enemigo, porque estamos escondidos en Cristo. Pero cuando no tenemos esa comunión, somos extraños detrás de las líneas enemigas con un gran tiro al blanco dibujado en nuestras espaldas y que brilla en la noche.
La causa es el negar (o rehusar) confesar nuestros pecados. Y eso es una locura, porque la Biblia claramente nos dice que en el momento en que confesamos nuestros son pecados, somos perdonados y nuestros pecados olvidados. Por lo general, es nuestro temor o nuestra auto justificación lo que nos impide hacerlo, pero el Señor no está interesado en quién tiene la culpa, o quién empezó todo, y Él no está tratando de que nosotros admitamos nuestra culpa para poder disciplinarnos.
En Génesis 3 podemos observar el primer pecado que se cometió y el primer intento de evitar la confesión. “Fue la mujer que me diste” dijo Adán, culpando a Eva. “El diablo me hizo hacerlo”, dijo Eva, culpando a la serpiente. Pero el Señor no estaba tratando de averiguar cómo es que el pecado había sido cometido, o quien lo había cometido. Él ya sabía lo que había sucedido. Lo que Dios simplemente quería escuchar era una confesión del pecado para poder perdonarlos. Cuando no la obtuvo tuvo que excluirlos de Su presencia.
Lo mismo sucede con nosotros. No se nos dice que confesemos nuestros pecados para que el Señor sea informado de nuestro comportamiento y pueda imponer el castigo. Él ya ha sido informado y Él ya ha impuesto el castigo. Lo que Él está buscando es simplemente nuestra confesión para que Él pueda extendernos Su perdón. No hay ningún motivo en el mundo para que nosotros seamos tan cándidos, o que podamos ofrecer las mejores excusas, no importa lo convincentes que sean. Ya el Señor conoce más sobre esa situación de lo que nosotros jamás la conoceremos y Él ya está comprometido a perdonarnos cada vez que se lo pidamos. No existe otra alternativa.
“La confesión es buena para el alma”. Todos hemos escuchado esa frase antes, y en realidad es verdad. La confesión nos trae perdón y purificación de toda injusticia. Sustituye la culpa y reanuda el flujo interrumpido de las bendiciones. Porque mientras nos encontremos sobre esta tierra, lo más beneficioso para todos nosotros son provisiones del Pacto Eterno. “Si mueres por ellos, yo los perdono”, le promete el Padre a Su Hijo. “Si tu los perdonas, yo muero por ellos”, responde el Hijo. Ellos estaban hablando sobre usted y sus pecados. La pena ha sido establecida, el precio ha sido pagado y la justicia ha sido satisfecha. ¡Usted ha sido perdonado!