Oh Pastor de Israel, escucha; tú que pastoreas como a ovejas a José, que estás entre querubines, resplandece. Despierta tu poder delante de Efraín, de Benjamín y de Manasés, y ven a salvarnos. Oh Dios, restáuranos; haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.
Jehová, Dios de los ejércitos, ¿Hasta cuándo mostrarás tu indignación contra la oración de tu pueblo? Les diste a comer pan de lágrimas, y a beber lágrimas en gran abundancia. Nos pusiste por escarnio a nuestros vecinos, y nuestros enemigos se burlan entre sí. Oh Dios de los ejércitos, restáuranos; haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.
Hiciste venir una vid de Egipto; echaste las naciones, y la plantaste. Limpiaste sitio delante de ella, e hiciste arraigar sus raíces, y llenó la tierra. Los montes fueron cubiertos de su sombra, y con sus sarmientos los cedros de Dios. Extendió sus vástagos hasta el mar, y hasta el río sus renuevos. ¿Por qué aportillaste sus vallados, y la vendimian todos los que pasan por el camino? La destroza el puerco montés, y la bestia del campo la devora.
Oh Dios de los ejércitos, vuelve ahora; mira desde el cielo, y considera, y visita esta viña, La planta que plantó tu diestra, y el renuevo que para ti afirmaste. Quemada a fuego está, asolada; perezcan por la reprensión de tu rostro. Sea tu mano sobre el varón de tu diestra, sobre el hijo de hombre que para ti afirmaste. Así no nos apartaremos de ti; vida nos darás, e invocaremos tu nombre. ¡Oh Jehová, Dios de los ejércitos, restáuranos! Haz resplandecer tu rostro, y seremos salvos.
A los burladores les gusta decir, “Hasta no ver, no creer”. Esa es la respuesta más consistente que el hombre le da a Dios. Desde Moisés en el Monte Sinaí hasta los líderes judíos al pie de la cruz, siempre ha sido lo mismo. Muéstrame.
Cuando Moisés recibió el segundo juego de las tablas que contenían los Diez Mandamientos (recordemos que él había roto las primeras tablas que Dios le había dado cuando vio a los israelitas enfiestados al pie del monte) y después de haber pasado un total de 80 días en el monte con el Señor, no pudo soportarlo más y le dijo al Señor, “Muéstrame tu gloria”. Y desde ese día en adelante, todas las personas han pedido una prueba de que Dios existe. Es como si el verlo es lo que lo hace real.
Después de hacer innumerables milagros y de haber cumplido con más de 300 profecías del Antiguo Testamento, los judíos le dijeron a Jesús, “Muéstranos una señal”. Finalmente, cuando lo miraban morir, la frase fue, “Desciende de la cruz para que creamos en tí”.
Y no solamente fueron los incrédulos. Felipe, después de haber estado tres años a la par del Señor le pidió ver a Dios. Y Tomás dijo, después que los otros discípulos le contaron que el Señor había resucitado, “No creeré hasta no ver”, después que los discípulos le contaron sobre la resurrección. Y dos mil años después, nosotros también le estamos pidiendo a Dios que se muestre a nosotros como una condición de nuestra fe. Sálvame, restáurame, libérame, sáname, bendíceme, y luego creeré. Muéstrame una señal.
Pero desde el punto de vista de Dios, hemos descuidado el primer paso. Con Dios es “creer para ver” primero, y después “ver para creer”. O, como lo explicó un autor, “cuando usted cree, verá, y cuando usted vea, creerá” El ver está supuesto a ser la confirmación de una creencia que ya existe, y no su fuente”. Pablo escribió en Romanos 10:17: «La fe es por el oír,» y en 2 Corintios 5:7 “Porque por fe andamos, no por vista”.
Si los judíos hubieran creído el mensaje de sus propios profetas, hubieran visto que Jesús era su Mesías y que el plan redentor de Dios se estaba cumpliendo frente a sus propios ojos. Entonces hubieran comprendido porqué Jesús no descendió de la cruz cuando eso estaba dentro de Su poder para hacerlo, y agradecerle a Dios por el increíble privilegio de haber presenciado Su obra de redención.
Si Felipe hubiera creído que Jesús era Dios hecho hombre, se hubiera dado cuenta de que lo estaba viendo a pesar de su pregunta, y hubiera quedado asombrado con su proximidad al Creador. Y si Tomás hubiera creído lo que Jesús le enseñó, no hubiera pedido una prueba de Su resurrección; la habría estado esperando y se habría pateado por no haber estado allí cuando Jesús se mostró a sus compañeros mientras él rogaba por otra oportunidad para verlo.
¿Cuántas veces Dios se ha mostrado a nosotros y a pesar de eso, aun pedimos señales de que Él está con nosotros? ¿Si en verdad creemos Su promesa de que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28) no estaríamos esperando ser llevados por Él aun a través de nuestros momentos más difíciles y ser bendecidos en medio de ellos? ¿Y, no se fortalecería más nuestra fe cada vez que eso sucediera?
Pedirle a Dios una señal como una condición de fe es como preguntarle a una estufa por el calor como una condición de dar energía. Es poner el carretón antes del caballo y exponer nuestra falta de fe. Si recibiéramos todas las señales que pedimos, no necesitamos tener fe, y eso anularía el propósito de Dios para nuestras vidas.
“Porque me has visto, Tomás, creíste;” le dijo el Señor, “bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Juan 20:29).