Lunes, 4 de marzo de 2019
Un estudio bíblico por Jack Kelley
“En ese momento, un intérprete de la ley se levantó y, para poner a prueba a Jesús, dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?» Jesús le dijo: «¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees allí?» El intérprete de la ley respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente [Deuteronomio 6:5], y a tu prójimo como a ti mismo [Levítico 19:18].» Jesús le dijo: «Has contestado correctamente. Haz esto, y vivirás [Levítico 18:5].» Pero aquél, queriendo justificarse a sí mismo, le preguntó a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?»” (Lucas 10:25-29).
En respuesta a esa pregunta, Jesús pronunció la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:30-37), cuyo motivo es obvio en que nuestro prójimo es cualquier persona que necesite de nuestra ayuda. Todos nosotros aprendimos este motivo de la historia cuando fuimos niños y niñas. Pero las parábolas son historias celestiales puestas en un contexto terrenal en el que cada personaje simboliza a alguien o a algo más, y la Parábola del Buen Samaritano no es la excepción. Por consiguiente, debemos esperar encontrar un vistazo del cielo contenido en ella. La palabra parábola literalmente significa “poner al lado de”, por lo que la historia terrenal que es obvia debe de estar acompañada por otra “celestial” que se encuentra oculta, y no nos es obvia. Dicho de otra manera, si la historia que es obvia es la versión de la historia para niños, entonces la que se encuentra oculta es la versión adulta de la historia. Entonces, encontrémosla.
¿Quiénes son los samaritanos?
Pero primero un poquito de antecedentes. Los samaritanos eran los descendientes de los matrimonios entre los agricultores judíos que los asirios dejaron atrás cuando conquistaron el Reino del Norte en el año 721 a.C. y los paganos que ellos reubicaron allí. Mezclar a las poblaciones conquistadas era un procedimiento estándar de los asirios porque con eso se reducía la amenaza de una rebelión organizada. Los samaritanos eran odiados por los judíos debido a esos matrimonios mixtos y también porque habían incorporado los ritos paganos en su adoración a Dios (ambos eran prohibidos por la ley judía). Aproximadamente una generación antes del tiempo de Jesús, un hijo del sumo sacerdote judío se fue y se casó con la hija del rey de Samaria, construyó una réplica del templo en el monte Gerizim e instituyó un sistema de adoración el cual produjo un gran escándalo. En su encuentro con Jesús en el pozo de agua (Juan 4:4-42) la mujer samaritana menciona eso (v. 19).
La región llamada Samaria fue nombrada así por la antigua capital del Reino del Norte y está localizada en lo que hoy día se conoce como la Ribera Occidental. Puesto que sus leyes les obligan a casarse solo entre ellos, la población samaritana ha decaído hoy hasta ser cerca de solamente 700 personas. No son palestinos, pero tampoco se les considera judíos y permanecen únicamente entre ellos. Entonces, el tener a un samaritano como el héroe de esta historia debe de haber captado la atención inmediata de la audiencia de Jesús. Por cierto, las ruinas del templo samaritano que se han descubierto recientemente están siendo excavadas para mostrarlas al público.
El antiguo camino a Jericó era un paso hondo y angosto junto a una de las paredes de un profundo cañón. En los 27 kilómetros que distan de Jerusalén a Jericó, el camino desciende verticalmente 975 metros a través de un duro desierto lleno de peligros por los ataques de animales salvajes, en el mejor de los tiempos. En los días de Jesús también existía el peligro de ser atacados por asaltantes que se escondían entre las rocas. La renovación del templo había terminado así que muchos trabajadores habían quedado sin trabajo y al haber perdido su fuente de ingresos se dedicaban a robar para proveerle a sus familias. La gente de allí estaba muy bien familiarizada con los informes de violencia del lugar, y habían apodado el camino con el nombre de Adumim, el Paso de Sangre. El área en el fondo en donde el cañón se abre, cerca de Jericó, se conoce tradicionalmente como el Valle de Sombra de Muerte, del Salmo 23.
Y ahora, de vuelta a nuestra historia
Ustedes conocen cómo se desarrolla la historia. Un hombre que viajaba por el viejo camino a Jericó es asaltado por unos ladrones que le roban todo lo que lleva, dejándolo medio muerto y desnudo en el camino. Primero un sacerdote y luego un levita pasan junto a este hombre, pero ambos simplemente pasaron de largo ignorándolo. Luego aparece un samaritano. Se acerca al hombre mal herido, limpia sus heridas con aceite y vino, y lo sube a su cabalgadura. Lo lleva al mesón más cercano prometiéndole al dueño del lugar pagarle cualquier gasto en que incurra por cuidarlo hasta que él regrese. Las dos monedas de plata que le da al mesonero habrían pagado una estadía de hasta dos meses en un hotel en esos días.
Entonces, si entendemos que hay un atisbo del cielo aquí y que todos los personajes en la parábola son simbólicos, tratemos de encontrarle el sentido oculto.
“Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto” (Lucas 10:30).
Este hombre es una persona ordinaria que nos representa a usted y a mí en el camino de la vida. ¿Quién es el que nos atacaría, nos roba, nos desnuda y nos deja medio muertos? También sabemos que nuestra vestidura espiritual generalmente es referida en términos de vestido. “Todas nuestras justicias [son] como trapo de inmundicia” dice Isaías 64:6 mientras que el Señor nos viste con “vestiduras de salvación” y también con “manto de justicia” (Isaías 61:10). Entonces, ¿quién es el que se roba nuestra vestidura de justicia y nos deja espiritualmente muertos? Solamente Satanás es el que se roba nuestra alma.
“Por el camino descendía un sacerdote, y aunque lo vio, siguió de largo. Cerca de aquel lugar pasó también un levita, y aunque lo vio, siguió de largo” (Lucas 10:31-32).
El sacerdote y el levita representan la religión organizada la cual por sí sola no tiene ningún poder para restablecer la vida espiritual y nos deja tan muertos como cuando nos encontró. El Señor hizo que Isaías dijera, “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” (Isaías 29:13). Jesús no vino a fundar otra religión. Él vino para que Dios se pudiera reconciliar con Su creación y para restablecer la paz entre los dos. Pero, tristemente, en algunas partes de la iglesia, las reglas humanas aún tienen más peso que la Palabra de Dios.
“Pero un samaritano, que iba de camino, se acercó al hombre y, al verlo, se compadeció de él” (Lucas 10:33).
Y eso nos deja con el Buen Samaritano. A pesar de que es odiado por sus propios coterráneos, Él se acerca en donde nosotros nos encontramos después de que hemos sido atacados y golpeados por el enemigo, despojados de toda justicia, abandonados y sin esperanza, perdidos en nuestros pecados, y más allá de la capacidad que nuestras obras religiosas puedan tener para acercarnos al favor de Dios.
“Y le curó las heridas con aceite y vino, y se las vendó; luego lo puso sobre su cabalgadura y lo llevó a una posada, y cuidó de él” (Lucas 10:34).
Él sana nuestras heridas (Isaías 61:1), derrama aceite y vino y nos lleva a un lugar de consuelo espiritual en donde Él personalmente nos cuida. El aceite se utiliza para curar debido a sus propiedades tranquilizantes y relajantes. El aplicarlo a la piel produce consuelo. Representa al Espíritu Santo, nuestro Consolador. El vino era una sustancia antiséptica, un agente limpiador. Simboliza Su sangre derramada para la remisión de los pecados. Al momento de nuestra salvación, nosotros recibimos el Espíritu Santo como una garantía de nuestra herencia y somos limpiados en la Sangre del Cordero. Él ha tomado nuestras enfermedades y llevado nuestras dolencias (Isaías 53:4) y nos llevará a un lugar de consuelo. En Mateo 11:28 Él dijo, “Vengan a mí todos los que están trabajados y cargados, y yo los haré descansar”.
Al otro día, antes de partir, sacó dos monedas, se las dio al dueño de la posada, y le dijo: “Cuídalo. Cuando yo regrese, te pagaré todo lo que hayas gastado de más” (Lucas 10:35).
Antes de dejar esta tierra, Él pagó todas las deudas de nuestros pecados a Dios (representado aquí por el mesonero), confiándonos a Su cuidado. La plata era la moneda del rescate (Éxodo 30:12-15). Por favor observen que Él también aceptó la responsabilidad por nuestros pecados futuros. No fuimos redimidos solamente hasta el momento en que creímos, sino por el resto de nuestras vidas (Colosenses 2:13-14).
Entonces, el Buen Samaritano solamente puede el Señor Jesús, nuestro Salvador y Redentor.
¿Y que hizo ese hombre para merecer todo esto? Nada. Él ni se ganó su rescate ni proveyó ninguna contribución para su restablecimiento. Fue un regalo, una manifestación de la gracia en el corazón del Buen Samaritano. Y eso es así con nosotros también. “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo, el cual derramó en nosotros abundantemente por Jesucristo nuestro Salvador, para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tito 3:4-7).
Y ahora ya conocen la versión adulta. 11/07/09