Miércoles, 7 de octubre de 2015
Un Estudio Bíblico por Jack Kelley
“Todas las cosas me son lícitas, pero no todas convienen; todas las cosas me son lícitas, pero yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Corintios 6:12).
Yo recibo una gran cantidad de correos electrónicos de personas que están seriamente preocupadas por la llamada “atadura de bajo nivel”. Lo que quiero decir con este término es que estas personas han tomado algo que la mayoría de la gente considera como un asunto menor, y ya sea que por sí mismas o con la “ayuda” de sus amigos, se han obsesionado totalmente con eso. Unas se comen las uñas, otras son demasiado celosas, otras rehúsan mirar siquiera a una mujer por temor a tener pensamientos lujuriosos. Otros aspectos comunes es el comer más de la cuenta, fumar, decir malas palabras y enfurecerse “fuera de control”.
Lo que hace que estas obsesiones sean muy peligrosas es que generalmente las personas que se ven afligidas por las mismas, comienzan a pensar si es que han ofendido a Dios por no haber dejado de hacerlas, o decirlas. Esto puede llevar a unos sentimientos de indignidad que producen problemas en sus vidas espirituales. Se vuelven cada vez más y más reacias a orar sobre esas obsesiones y quizás puedan también empezar a evitar asistir a la iglesia porque se sienten avergonzadas de estar ante la presencia de Dios.
La arrogancia y el temor
Se ha dicho que los únicos dos resultados posibles de vivir una vida bajo la ley son la arrogancia y el temor. La persona que se vuelve arrogante en realidad comienza a pensar que no necesita un Salvador. Las personas así son los fariseos modernos. Han asesinado al Mesías en sus mentes al negar su necesidad de Él. Las otras personas a las que me refiero se han ido al otro extremo. Tienen un temor insano del Señor como si después de haberles mostrado Su amor muriendo por ellas, Él está aguardando para castigarlas por todo acto de desobediencia, ahora que ya son Suyas.
En ambos casos su búsqueda por la obediencia empezó con querer complacerlo a Él de la manera que Él desea, pero, en algún momento, este sano deseo se pervirtió convirtiéndose en una obsesión. Su gozo les fue robado, y su victoria se convirtió en una derrota. Ustedes pueden adivinar cómo es que eso sucedió. Recurriendo a nuestra necesidad de ganar nuestra posición ante Dios, es una estratagema clásica del enemigo, y este la utiliza con gran ventaja para lograr que nos derrotemos a nosotros mismos.
Cuando Jesús dijo que la ira es tan mala como el asesinato y que el pensamiento lujurioso es tan malo como el adulterio en Mateo 5, Él no estaba condenando a la gente que se enoja o que siente lujuria, sino que estaba explicando lo fácil que es el no cumplir con los Diez Mandamientos. Su punto era que a menos que nuestra justicia exceda la de los fariseos, que eran la gente más obsesiva del mundo en cuando a la ley se refería, nunca podríamos ver el Reino. Ellos creían que si evitaban tomar alguna acción, aunque fuera muy pequeña, eso violaría la ley, y serían lo suficientemente justos para salvarse a sí mismos. Pero Él dijo que solamente el pensamiento de una violación a la ley era suficiente para condenarlos. Entonces, ¿cómo es que logramos una justicia que excede la de ellos? ¿Siendo justos y obsesivos como eran ellos? No, sino teniendo la misma justicia de Dios impuesta en nosotros por la fe (Romanos 3:21-24).
Entonces, al decir que “todas las cosas me son lícitas”, Pablo nos estaba diciendo que hemos sido liberados de la necesidad farisaica de micro administrar nuestras vidas en constante temor de incumplir con la Ley. Cuando continuó diciendo, “pero yo no me dejaré dominar de ninguna”, quiso decir que ningún comportamiento obtendría lo mejor de él o podría dominar su vida. Eso puede verse de dos maneras. Si usted está totalmente entregado o entregada a un cierto comportamiento, entonces ese comportamiento se ha adueñado de usted. Pero también se puede adueñar de su vida el hecho de que usted sea consumido o consumida por un intento obsesivo de tratar de evitar ese comportamiento.
¿Quién hizo eso?
Pablo también habló sobre eso en Romanos 7. Él dijo, “Y yo sé que en mí, esto es, en mi naturaleza pecaminosa, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7:18-20).
En su mente Pablo tenía el deseo de vivir de una manera agradable al Señor, pero en su cuerpo no podía lograrlo, a pesar de que “golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre” (1 Corintios 9:27). Eso se debe al defecto que todos tenemos y que se llama la naturaleza pecaminosa. Ese defecto siempre nos confundirá. Como alguien una vez lo puso, “No somos pecadores porque pecamos, sino que pecamos porque somos pecadores”. Nuestra naturaleza pecaminosa se asegura de que mientras más nos preocupemos por hacer cosas malas, lo más seguro es que las hagamos.
Pablo concluyó, “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Romanos 7:21-25).
Esta fue una realización increíble para alguien que había sido tan formado en la Ley. Eso quiere decir que Pablo reconoció que él estaba en una batalla constante con sí mismo, y en cuanto a las apariencias exteriores se refiere, él siempre perdería. Pero una vez que recibió y aceptó la muerte de nuestro Señor como pago completo por nuestros pecados, la medida de su éxito estaría en sus intenciones, no solamente en su comportamiento.
Podemos ver la diferencia de la siguiente manera. “Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu” (Romanos 8:5). ¿Está nuestra mente dispuesta a satisfacer las necesidades de nuestra naturaleza pecaminosa? ¿Es eso lo que comenzamos a desear cada mañana? O, ¿nos despertamos en la mañana con el deseo de complacer a Dios? Lo que importa es el pensamiento dominante en nuestra mente, y la intención de nuestro corazón, y eso solamente el Señor lo puede determinar.
Es por eso que Pablo les dijo a los corintios, “Así que, no juzguen nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5). Y otra vez a los colosenses, “Por tanto, nadie los juzgue en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o días de reposo” (Colosenses 2:16).
Jesús dijo, “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Caminando con la cabeza hacia abajo para no ver a una mujer, o pateándose por haber caído en un deseo, o estar avergonzado de que vean su rostro en la iglesia, ¿le parece a usted que eso es tener vida en abundancia?
Si la obsesión sobre un tipo de comportamiento en realidad va a aumentar la probabilidad de que ese comportamiento se manifieste, y si la intención de nuestro corazón es lo que en realidad importa, ¿no tiene sentido el quitarle el énfasis al comportamiento y hacer que la intención de nuestro corazón sea la correcta? Al hacer esto obtenemos dos cosas buenas. Se restaurará nuestra relación con Dios, ayudándonos a ganar de nuevo nuestra victoria, y hará que la manifestación de nuestro comportamiento sea menos importante al restarle importancia. Una vez que hemos logrado eso, podremos ver las menos y menos frecuentes caídas por lo que estas significan, simples caídas, y no como nosotros, apartados de nuestra norma. Y como Pablo aprendió a hacer, y Dios siempre lo ha hecho, podremos decir, “ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí”.
Cuando nos demos cuenta de eso, podremos volver a asentar nuestros pies sobre el camino de la victoria y restaurar nuestro gozo cuando veamos que ya no estamos siendo dominados ni por nuestro comportamiento ni por el temor a este. Al darnos cuenta de lo que Él hizo por una sola vez y para siempre, perdonándonos así todos los pecados de nuestra vida, podremos perdonarnos finalmente a nosotros mismos también.
Y cuando lo hagamos, ese gozo original de nuestra salvación volverá a nosotros y así añoraremos estar en Su presencia de nuevo. Y cuando te deleites en el Señor, Él te concederá las peticiones de tu corazón (Salmo 37:4). Selah. 04/08/2007