El Relato de Abraham. Parte 2

Parte 2

Génesis 12—15

Mi sobrino Lot me había acompañado a Egipto y también había sido prosperado. Y por supuesto, siendo mi pariente, tampoco era bienvenido en el reino de Faraón, así que juntos viajamos de vuelta a la tierra de Canaán y nos establecimos cerca de Bet-el, al oeste del río Jordán. Nuestros rebaños combinados eran muy numerosos, y a pesar de que lo intentamos arduamente, no pudimos evitar que ambos se mezclaran. Esto fue una fuente de frustración sin fin entre los pastores de Lot y los míos, así que decidimos poner alguna distancia entre nosotros dos. Todo el valle del río Jordán era exuberante y verde en aquellos días, con mucha tierra buena. Yo le permití a Lot que escogiera de primero y así se mudó hacia el sureste a las ciudades de Sodoma y Gomorra, y yo me mantuve al oeste del Jordán, en Canaán.

Después de la partida de Lot, el Señor me recordó que Él me iba a dar la tierra de Canaán, y me dijo que caminara por toda ella como un propietario que inspecciona su propiedad, y así lo hice. Ese fue un regalazo, porque la tierra se extendía desde el río Eufrates en el norte, hasta el río de Egipto en el sur, y desde el mar Mediterráneo en el oeste al río Jordán en el este. Finalmente me establecí cerca de Hebrón, en donde levanté otro altar y adoré.

Como por lo general sucede con la humanidad, a una coalición de reyes del área se le metió en la cabeza de que tenían que levantarse en armas en contra de sus vecinos, y para hacer una historia corta, hubo una guerra. Mi sobrino Lot y su familia terminaron cautivos cuando Sodoma y Gomorra fueron derrotadas y saqueadas. Cuando me enteré de las malas noticias, reuní a mi ejército personal con otra ayuda de mis vecinos con los que había hecho alianza. Juntos pudimos rescatar a Lot y su familia y todo lo que saquearon de Sodoma, y perseguimos a todos esos reyes hasta Damasco.

Cuando regresábamos, el rey de Sodoma salió a nuestro encuentro. Lo acompañaba Melquisedec, Rey de Salem (más tarde Jerusalén), quien también era sacerdote del Dios Altísimo, Aquel con quien había establecido una relación personal. Melquisedec me bendijo y en agradecimiento le pagué el diezmo de todo lo que había ganado al rescatar a Lot. Luego compartimos una cena de pacto con pan y vino. Melquisedec, habiendo nacido como Rey y Sacerdote, era modelo de la futura iglesia, la cual gobernará y reinará con nuestro Señor en Su Reino que pronto se establecerá. Sobre él se han hecho muchos estudios, especialmente ya que el escritor de la Carta a los Hebreos le dio mucho espacio a las diferencias entre el sacerdocio de Melquisedec y el de Leví y Aarón (lea Hebreos 7). Algunas personas hasta han sugerido que Melquisedec en realidad era el mismo Señor Jesús en una de sus apariciones en el Antiguo Testamento. Yo sólo puedo decirles que el Espíritu del Señor estaba muy fuerte a nuestro alrededor ese día.

En agradecimiento a mis esfuerzos del rescate, el Rey de Sodoma me dijo que como premio podía quedarme con todas los bienes que había recuperado, pero yo rehusé, solamente pidiéndole una compensación para mis aliados. Un poco de tiempo después, el Señor mismo se me apareció diciéndome, “No temas, Abram, Yo soy tu escudo y tu galardón será sobremanera grande”.

Grandes logros puede obtener una persona un poco atrevida, así que aproveché la ocasión para recordarle al Señor de que a pesar de que yo había adquirido mucha riqueza material, aún estaba desprovisto de hijos y no tenía ningún heredero. El señor me dijo que no me preocupara; que iba a tener tantos hijos como las estrellas en los cielos. Yo le creí y mi fe me fue contada por justicia, de la misma manera que la fe de ustedes en la muerte y resurrección del Señor, los ha justificado (Romanos 4:1-4).

Cuando comenzó a hablar sobre darme la tierra de nuevo, la pregunté cómo sabría yo que eso en realidad iba a suceder. Respondiendo, el Señor me hizo preparar una ceremonia para hacer un pacto, el cual sería el más solemne y el evento más vinculante del momento. Me dijo que partiera algunos animales en dos mitades y los colocara alineados unos frente a otros. Cuando los hombres hacían pactos, caminaban entre las partes de los animales partidos acordando, simbólicamente, sufrir la misma suerte del animal si el juramento de ese pacto se rompía. Al hacer que yo preparara los animales, entendí que el Señor estaba haciendo un pacto conmigo. Pero luego, cuando el sol se ponía, el Señor puso un profundo sueño en mí.

A pesar de que no podía moverme, aun podía escuchar Su voz que me decía que todos mis descendientes serían tomados cautivos y llevados a una tierra extraña en la que serían esclavizados durante 400 años. Durante ese tiempo, el Señor le daría a la población nativa del lugar, llamados los amorreos, una amplia oportunidad para arrepentirse de sus caminos malvados y paganos, para que se volvieran al Señor Quien los había creado y amado. Pero conociendo el fin desde el principio, Él sabía que sus ruegos caerían en oídos sordos, y las oportunidades que les daba para el arrepentimiento no serían atendidas. Así que después de que vencieron los 400 años de gracia que el Señor les otorgó, enviaría un redentor de entre mis descendientes para liberar a mi pueblo de la esclavitud y traerlos a la tierra que me estaba dando.

Entonces, puesto que yo estaba inmóvil, el Señor caminó solo entre los animales, haciendo ver de esa manera que solamente Él quedó vinculado a ese pacto. Según las leyes del momento, eso quería decir que para mí ese pacto era incondicional, y no quedaba sujeto a mi comportamiento. Sin importar lo que yo hiciera, el Señor se había obligado a sí mismo a darles esa tierra a mis descendientes. Más tarde, en las faldas del Monte Sinaí, el Señor les dijo a los israelitas que a pesar de que la tierra les pertenecía para siempre, pero para disfrutar de Su generosidad y de Sus bendiciones, ellos tendrían que estar de acuerdo a adoptar ciertas normas de comportamiento. Ellos no podrían renunciar a toda la tierra, sino que sería necesario que la abandonaran por un tiempo como castigo por su desobediencia.

Fiel a Su profecía, los amorreos (actualmente una colección de diez pueblos) fracasaron en arrepentirse. Y así, 400 años después de que mi nieto Jacob y su familia fueron a Egipto, el Señor le dijo a un matrimonio israelita que su hijo que pronto nacería, Moisés, sería el redentor de Israel. En la cuarta generación desde ellos, los israelitas finalmente tomaron posesión de la tierra que el Señor me había prometido. Esa historia se las contaré más adelante, pero seguidamente les narraré cómo es que empecé una enemistad familiar que ha durado cerca de 4.000 años y que no vislumbra terminarse.