Y pensando él en esto, un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:20-21).
Ella salió de compras con su familia un día y sucedió que pasó frente a mi taller de carpintería en Nazaret. No pude evitarlo y me enamoré perdidamente de ella en el instante que la vi, y no pude descansar hasta saber quién era. No me recuerdo para quién yo estaba haciendo los muebles ese día, o aun cómo salieron. Ella era solo en lo que podía pensar. Yo quería saber su nombre, de cuál de las 12 tribus de Israel provenía, y cuántos hermanos y hermanas tenía. Esto último me ayudaría a estimar la “dote” que tenía que pagarle a su padre para obtener su permiso para casarme con ella. (Yo ya había decidido que eso es lo que iba a hacer.)
Si ella pertenecía a una familia pequeña, al dejar a sus padres les privaría de mucha necesidad del trabajo de un par de manos, y su padre querría un precio alto para compensar por esta pérdida familiar, y quizás eso sería más de lo que yo podría pagar. Yo creo que podrían decir que mi cerebro estaba dando vueltas a mil por hora. A pesar de que yo era conocido como una persona quieta y fácil de llevar, mis oraciones para que el Señor me permitiera tenerla eran urgentes e intensas.
Pronto descubrí que su nombre era Miriam, o María para ustedes. Ella era de la tribu de Judá, como yo. Luego supe que no tenía hermanos del todo y ninguna hermana mayor. Eso quería decir que estaba de primero en línea para contraer matrimonio y que ella era la heredera principal del papá, siendo su primogénita. Eso también quería decir que según nuestra ley, ella solamente podía casarse con un hombre de la tribu de Judá.
Déjenme explicarles. Ya en tiempos de Moisés, antes de que la Tierra fuera dividida entre las tribus y sus familias, el Señor le advirtió a mi pueblo que nunca deberían vendérsela a nadie. Les dijo que la tierra era de Él y que ellos únicamente eran forasteros y extranjeros en ella (Levítico 25:23). Eso era para asegurarse de que jamás ninguna tribu perdiera su herencia. La porción de tierra de cada familia debía de pasarse de padres a hijos, y como parte de la práctica del Año de Jubileo, toda la tierra debía de devolverse a sus verdaderos dueños.
En aquel tiempo había un hombre llamado Zelofehad de la tribu de Manasés quien solamente tenía hijas mujeres. Un día los líderes de su tribu vinieron a Moisés quejándose de que a ellos se les había dicho que debían darle tierra a las hijas de Zelofehad, ya que este no tenía hijos varones. ¿Qué sucedería si esas hijas se casaban con algún varón de otra tribu y la tierra pasara a ser propiedad de la familia del esposo? ¿Perdería así la tribu de Manasés parte de su herencia al llegar el Año del Jubileo?
Cuando Moisés consultó al Señor, Él le dijo que en los casos cuando no había ningún varón en la familia, las hijas mujeres podían heredar la tierra de sus padres pero tenían que casarse con varones de su misma tribu. De esa manera, las porciones de cada tribu permanecerían intactas (Números 36:1-12). Puesto que María no tenía hermanos, tenía que casarse con alguien de su misma tribu, la tribu de Judá, con alguien como yo.
Más tarde esto se convertiría en un asunto muy importante. Yo no solamente era de la tribu de Judá, sino también descendiente del Rey David, estando en la descendencia real de sucesión al trono por medio de Salomón. Así que a pesar de ser un carpintero pobre de Nazaret, yo era técnicamente un Príncipe de Israel, en línea para ser rey.
Pero Dios había maldecido esta línea de descendencia, como es llamada, en tiempos del rey Joaquín (también llamado Conías o Jeconías) 600 años antes. Él fue tan malvado que en Su ira Dios declaró que ningún descendiente suyo jamás gobernaría en Israel otra vez (Jeremías 22:28-30). Pero a pesar de que Dios había prometido al Rey David que solamente los descendientes directos de su hijo Salomón podrían ser reyes en Israel, esa línea de descendencia real estaba ahora maldita. Siendo yo descendiente de Salomón, yo era parte de esa descendencia, así que ni yo como tampoco ningún descendiente consanguíneo mío, podría llegar a ser rey.
(El último rey que Israel tuvo fue Sedequías, un primo de Joaquín, que no era de la línea de descendencia real, y quien fue colocado en el trono por Nabucodonosor poco antes de que los babilonios derrotaran a los judíos y se los llevaran como esclavos. Y puesto que no ha vuelto a haber ningún rey desde el cautiverio babilónico, Israel no ha tenido ningún rey legítimo puesto que la línea de descendencia real fue maldecida, tal y como el Señor había dicho.)
María era también de la tribu de Judá, y también una descendiente directa del Rey David, pero a través de Natán, el hermano de Salomón. La descendencia de Natán no fue maldecida. Así que si un hijo de María pudiera de alguna forma demostrar que él también estaba en la línea sucesora, podría llegar a ser Rey. Pero si estuviera relacionado biológicamente a algún varón de la línea de descendencia real, lo cual era un requisito para la sucesión, heredaría la maldición. Era un callejón sin salida.
Por supuesto que Dios, Quien conoce el fin desde el principio, no estaba rompiendo Su promesa al Rey David al maldecir la línea de descendencia real. Él sabía cómo iba a solucionar ese problema. Al momento apropiado, Él simplemente haría que una virgen de la Casa de David se casara con un varón de la línea real de sucesión para que luego ella concibiera un hijo varón sin la participación de su esposo. Al haberles dado a los padres de María solamente hijas mujeres, era el primer paso para llevar esto a cabo. Ella no podía casarse fuera de la tribu de Judá. Al hacer que yo me enamorara de ella era el siguiente paso, y el Hijo nuestro al haber sido concebido por el Espíritu Santo, completaba el proceso.
Y ahora ya ustedes se dan cuenta lo que significa cuando la Biblia dice que nuestro hijo era de “la casa y familia de David” (Lucas 2:4). A través de Su mamá, Él era descendiente del Rey David, un miembro de su “casa”. Puesto que legalmente Él era mi hijo, heredó la descendencia real, pero puesto que no estábamos biológicamente relacionados, Él obvió la maldición. Eso hizo que nuestro hijo fuera el único varón en Israel calificado para ser Rey de los Judíos, desde entonces. Nuestro Dios es un experto en buscar cómo hacer las cosas.
Por eso es que el nacimiento virginal era un requisito para perfeccionar el reclamo de nuestro hijo al Trono de David, cumpliéndose así una de las promesas del ángel Gabriel a María. También era un requisito el que fuera Hijo de Dios para cumplir la promesa en Lucas 1:30-33. Y también era un requisito que se cumpliera la profecía de Isaías al Rey Acaz (Isaías 7:14). Pero me estoy adelantando en mi relato.
Una vez que había conocido lo que necesitaba sobre María, de inmediato fui a visitar a su padre Elí. En esos días a un varón le tomaba bastante tiempo poder establecerse al punto de poder mantener su propia casa, completa con esposa y familia. Habiendo trabajado durante años para llegar a ese punto, a la edad madura de 25 años yo estaba ansioso de poder casarme. Y como las jóvenes judías se casaban típicamente en su temprana adolescencia, María era bastante más joven que yo. Eso ayuda a explicar porqué ella aun vivía cuando nuestro hijo murió y yo no (Yo morí cuando Jesús tenía 19 años.)
Tan pronto como yo llegué a su casa y me presenté, los padres de María se imaginaron el motivo de mi visita. Cuando me invitaron a sentarme a la mesa familiar, ellos la llamaron para que nos acompañara. María sacó cuatro copas y vino pero no llenó la suya. Se sentó escuchando intensamente cuando yo hablaba con su padre, diciéndole a él (y a ella) porqué pensaba que podría ser un buen esposo para ella. Puesto que ella y yo nunca nos habíamos conocido oficialmente, esta era la primera vez que yo estaba tan cerca de ella. Ella era la chica más bella que había visto y no le podía quitar los ojos de encima. Y como sucedía con la mayoría de las jóvenes judías, así fue como ella se enteró sobre el varón que sería su esposo.
Después de negociar la cantidad apropiada, nos pusimos de acuerdo sobre el precio de la novia y entonces todas las miradas se volvieron a María. Ella tenía ahora como 30 segundos para decidir el curso de su vida. Si ella llenaba su copa y bebía de ella, estábamos comprometidos. Si colocaba la copa vacía hacia abajo yo saldría y nunca más me acercaría a ella. Era su decisión. Esos cortos segundos parecieron horas, y estoy seguro que las palpitaciones de mi corazón eran visibles a través de mi ropa conforme yo aguardaba, sin atreverme siquiera a respirar. Finalmente, ella llenó su copa y tomó un sorbo. No ha habido hombre en el mundo más feliz que yo en ese momento.
Ah, pero ese sentimiento no duraría mucho. Un corto tiempo después María vino a explicarme que estaba embarazada. Me dijo todo lo que le había dicho el ángel Gabriel, que su hijo había sido concebido de manera sobrenatural y estaba destinado a convertirse en Rey de Israel. Créanme, esa fue semejante historia. Por favor entiendan esto, en nuestra cultura ninguna pareja que estaba comprometida podía permanecer a solas en ningún momento. No habían citas como las hay hoy día, y solamente podían haber unas cortas y poco frecuentes conversaciones, con acompañante, durante ese año del compromiso. Yo no sabía entonces cómo es que ella había quedado embarazada, pero sí sabía que eso no me involucraba a mí.
Yo quedé devastado por su confesión, pasando por mi mente la furia y la traición que cualquier hombre podría sentir en una situación así. Yo estaba en todo derecho de presentarla ante los sacerdotes y acusarla de adulterio, un crimen castigado con la muerte. Pero yo la amaba, así que sugerí que, calladamente, nos divorciáramos para que ella pudiera marcharse. Esa era la única forma en que un compromiso podía terminar y evitaría que ella cayera en desgracia públicamente, aun si no era presentada ante los sacerdotes.
Esa fue la conversación más dolorosa que yo pude haber tenido alguna vez, así que para tener un tiempo en que pudiéramos recuperarnos, ella se fue a hacerle una larga visita a su prima Elisabet. (Elisabet, a pesar de ser mucho más vieja que ella también estaba embarazada, y el hijo que tendría se llamaría Juan el Bautista.)
Una noche, mientras ella estaba ausente, un ángel del Señor se me apareció en sueños, confirmando lo que María me acababa de contar. En base a ese sueño, tan pronto como María regresó le dije que no la abandonaría, sino que la tomaría como mi esposa y cuidaría del niño como si fuera mío. Nos casamos de inmediato y la trasladé a la casa que había construido para los dos.
Finalmente, ya casi llegando el tiempo para dar a luz, tuvimos que empacar y dirigirnos a Belén, lugar en el cual todos los descendientes del Rey David debían empadronarse para el censo que el gobernador romano requería. Nos tomó cuatro días llegar allí; María iba sobre el pequeño burro que teníamos y yo a pie a la par de ella. Solamente puedo imaginar lo incómoda que se sintió durante todo ese viaje.
Después de la que pareció ser una eternidad, finalmente llegamos a Belén solamente para descubrir que el único mesón de la ciudad estaba completamente lleno. Si eso no fuera lo suficientemente malo, María comenzó a dar a luz. Yo tenía que encontrar un lugar, y bien rápido. Pregunté en todas las casas para poder utilizar el dormitorio de huéspedes que todas las familias judías debían de tener para alojar a los peregrinos visitantes, pero todos estaban ya comprometidos. Y ya cuando creí que se me habían agotado las posibilidades, el encargado del mesón nos tuvo lástima y me ofreció su establo para que por lo menos tuviéramos un lugar protegido del frío de la noche. Haciéndole a mi bella y embarazada esposa una cama con la paja del lugar, y ayudándola de la mejor forma que podía, pude observar desarrollarse frente a mí el milagro de la vida de la manera más única, mientras ella daba a luz al Hijo de Dios.
Mientras Él nacía, le pregunté a Dios, “¿Por qué en un establo?” Y Él me dijo, “¿En dónde esperarías que un Cordero naciera?”
Típicamente en Israel el nacimiento del hijo primogénito era un evento acompañado de una gran celebración. Los papás contrataban a músicos para que cantaran y danzaran por las calles anunciando las buenas noticias. Pero nosotros estábamos más de 110 kilómetros de nuestra casa, y yo era muy pobre como para poder pagarle a los músicos, así que el verdadero Padre de nuestro Hijo tomó todo esto en cuenta. Abriendo los Cielos, Él hizo que los ángeles cantaran y proclamaran las más grandes y Buenas Noticias.
Cerca del lugar habían pastores cuidando sus rebaños en el campo que una vez había pertenecido a nuestros antepasados, Booz y Rut. Esos campos ahora pertenecían al Templo en Jerusalén y los corderos que se cuidaban allí eran de la clase especial para usarlos en los sacrificios, y eran vendidos a los peregrinos quienes llegaban durante los días festivos. Estos eran corderos nacidos para morir por los pecados de las personas, y cuando esos pastores se acercaron y se pusieron a nuestro alrededor, la comparación de sus corderos con nuestro bebé, era increíble. Aquí estaba el Cordero de Dios, nacido para morir por los pecados de la humanidad. Pensar de que Dios podía amarnos tanto para darnos a Su Único Hijo como rescate de nuestros pecados, estaba fuera de mi entendimiento, pero aun así, yo fui un testigo de Su llegada. Las voces del coro angelical resonaron de nuevo en mis oídos, “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14).
En el octavo día de nacido, llevamos a Jesús al Templo para nombrarlo como el ángel nos había dicho y ser circuncidado como un hijo del pacto. (Su nombre en hebreo es en realidad Yeshua, que quiere decir “Dios trae salvación”. El nombre Jesús se deriva del griego.) Mientras estábamos allí, Su papel como Mesías de Israel fue confirmado por dos testigos, como lo requiere la ley (Deuteronomio 19:15). Tanto Simeón como Ana habían sido movidos por el Espíritu Santo para buscar y bendecir a Jesús y alabar a Dios por haberlo enviado a redimir la humanidad (Lucas 2:23-40).
A propósito, cuando el Señor ordenó el ritual de la circuncisión para los varones, lo hizo de tal manera que la pro-enzima de la coagulación que ustedes llaman pro trombina, estuviera un 130% más alta del nivel normal durante el octavo día de nacida la persona, y para que las enzimas analgésicas de la sangre estuvieran en su nivel más alto también. La circuncisión en cualquier otro día puede ser dolorosa y sangrienta, pero en el octavo día el efecto es mucho menor. Por supuesto, este es un hecho que la profesión médica apenas conoció durante el siglo pasado. En nuestros días, nosotros solamente sabíamos que todo funcionaba mejor cuando éramos obedientes a los mandamientos de Dios.
Años después, Jesús diría, “Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza” (Mateo 8:20). Esta observación fue cierta desde el momento de Su nacimiento. Parecía como que Él no calzaba en ningún lado. Nació en un establo porque no se encontró ningún lugar para nosotros en Belén. No había nadie más que su madre y yo para atender Su nacimiento. Luego tuvimos que apresurarnos a salir para Egipto para escapar de un intento de matarlo. Eso sucedió así:
Unos sacerdotes partos conocidos como los Magos, llegaron a Jerusalén, siguiendo una estrella que se les había aparecido en los cielos sobre Israel. Muchos siglos antes, Balaam había profetizado que esa estrella sería una señal del Mesías venidero (Números 24:17-19). Durante más de 500 años, desde que el Profeta Daniel les dijo por primera vez cuándo debían esperarlo, los Magos habían estado esperando la señal de Su nacimiento, y finalmente había llegado. Después de su llegada a Jerusalén, visitaron al rey Herodes informándole que “el que había de ser Rey de los judíos había nacido”. Le preguntaron dónde estaba el niño, y por supuesto, él no lo sabía.
La caravana de los Magos causó tremendo revuelo en la corte de Herodes y por supuesto en todo Jerusalén. Los romanos controlaban la Tierra Santa, pero los ejércitos partos los habían derrotado hacía unos años durante el intento infructuoso de Roma de conquistar la cercana Partia. (Partia era un remanente del antiguo imperio Medo-Persa situado al norte y al este de Israel.) Así que los Magos eran vistos como representantes de los enemigos de Roma.
Y no solamente eso, sino que tradicionalmente el sacerdocio parto jugaba un papel importante en hacer reyes, tanto en las tierras vecinas como en la suya propia. Se habían vuelto tan poderosos que ningún rey en la región podía reinar sin su bendición. Habiendo sido nombrado por Roma, Herodes ni siquiera era judío, y ahora estos poderosos hacedores de reyes estaban preguntando por el paradero del que había nacido para ocupar el trono al que Herodes había sido nombrado a ocupar.
En respuesta a su pregunta, Herodes envió por los principales sacerdotes quienes leyeron del libro del Profeta Miqueas (Miqueas 5:2), que el Mesías nacería en Belén. Los Magos nos encontraron y le presentaron regalos de oro, incienso y mirra a Jesús. Estos tres regalos eran parte del Tesoro que Daniel había dejado al cuidado de los Magos cuando murió en Babilonia 500 años antes. Él los hizo prometerle que los guardaran para el Mesías y que se los entregaran cuando vieran la señal en el cielo.
El oro simboliza Su realeza, el incienso Su sacerdocio, y la mirra era profética de Su muerte por el pecado de las personas. (La mirra es una especia que se utiliza para embalsamar.) Juntos representan los tres oficios del Mesías, Rey, Sacerdote y Profeta. Entonces, en un notable contraste con el trato que Jesús había recibido desde que llegó a la tierra, hasta ahora, estos poderosos Magos y toda su comitiva, se postraron y adoraron a nuestro hijo.
Un ángel me advirtió en sueños que el rey Herodes estaba planeando matar a Jesús, al ver a nuestro recién nacido como una amenaza a su gobierno, y me dijo que lo tomara a Él y a Su madre y los llevara de inmediato a Egipto. El mismo ángel también les advirtió a los Magos de las malvadas intenciones de Herodes y les dijo que no le informaran del lugar en que nos encontrábamos. Cuando se fueron tomaron un atajo alrededor de Jerusalén para evitar cualquier otro contacto con él.
Debido al obsequio de Daniel es que pudimos huir a Egipto y permanecer allí hasta que el ángel nos dijo que Herodes había muerto y que ahora estaba bien que regresáramos a casa. Más tarde supimos que después que habíamos salido de Belén, Herodes había ordenado matar a todos los varones menores de dos años, en un rudo intento de matar a Jesús. Esto fue profetizado por Jeremías (Jeremías 31:15), pero no por eso dejó de ser doloroso para todas esas madres cuyos hijos fueron brutalmente asesinados ese día.
Finalmente, Lugo de una ausencia de varios años, retornamos a Nazaret y empezamos una vida más normal como familia. Durante su embarazo, María y yo nos habíamos abstenido de tener relaciones íntimas en honor a nuestro Hijo Santo que se desarrollaba dentro de su vientre. Pero ahora decidimos comenzar el resto de nuestra familia, así que terminamos con cuatro hijos más. Estos medios hermanos de Jesús les costó mucho relacionarse con Él, cumpliendo así la profecía del Rey David, “Extraño he sido para mis hermanos, y desconocido para los hijos de mi madre” (Salmo 69:8). No puedo culparlos. A mí también me costó hacerlo. ¿Cómo les gustaría a ustedes tener al Hijo de Dios creciendo en su casa, sabiendo que un día tendrán que postrarse delante de él como Rey del Universo? Pero también nos acostumbramos y, obviamente, Él hizo todo lo posible para que eso se hiciera fácil para nosotros. Después de Su muerte, sus medios hermanos Santiago y Judas hicieron grandes obras en Su nombre.
De acuerdo con nuestras costumbres, yo era el responsable de la educación general de nuestro hijo así que también le enseñé a Jesús mi negocio que era la carpintería. Por supuesto que en asuntos de las Escrituras Él no necesitaba ser instruido. Yo recuerdo cuando cumplió los doce años. Ese otoño Él finalizaba Su ritual de admisión a la vida adulta al observar Su primer ayuno de Yom Kippur y leer públicamente de la Torah. La siguiente primavera nos encontrábamos en Jerusalén para celebrar la Pascua como lo requería la Ley. Nosotros pensamos que se encontraba en nuestro grupo cuando emprendimos el viaje de regreso a Nazaret, pero luego de un día de viaje cuando no lo vimos, nos separamos del grupo y regresamos a Jerusalén para localizarlo. Tres días después lo encontramos en el Templo, entre los maestros, quienes estaban admirados de la profundidad de Su conocimiento y entendimiento (Lucas 2:41-52).
Pues bien, Su madre y yo estábamos muy preocupados. O sea, ¿cómo se sentiría usted al temer que se le ha perdido el Hijo de Dios? No pudimos resistir el llamarle la atención por habernos causado tanta aflicción. Cuando nos respondió nos dijo que deberíamos haber sabido que Él estaría en la Casa de Su Padre; con eso nos confundimos más y no pudimos entender lo que nos dijo. Más tarde el significado me vino a la mente. Primero, Él nos estaba recordando que según nuestra Ley, Él era ahora un hombre, responsable de Su propio comportamiento. Una respuesta como esa para justificar separarse como lo hizo, habría sido una impertinencia impensable para los papás de un muchacho. Y segundo, Él nos estaba recordando que Él era el Hijo de Dios. ¿Pensaríamos nosotros que después de todo lo que ya había pasado Su Padre lo dejaría perderse antes de finalizar Su misión?
No siempre fue fácil ser los papás del Hijo de Dios. Pero antes que se burlen de mí, ¿alguna vez se ha puesto usted a pensar que alguna obra de Dios estaría condenada al fracaso si usted la abandonara? Esa es una carga que Él nunca le ha dicho a usted que lleve. Él es el único jefe que no lo hace a usted responsable por las acciones de los demás. Él es aun fiel para completar la buena obra que inició en nosotros (Filipenses 1:6). Como humanos tenemos la costumbre de sobreestimar la importancia de nuestros esfuerzos en Su nombre. Seguro que Él le ama sin medida, pero Él sabe mejor qué significaría dejar el éxito de Sus planes a nuestra fidelidad.
Conforme escribo este relato, me recuerdo de Elías después de la exhibición en el Monte Carmelo. Él creía que era el único fiel que quedaba en Israel. Esa carga era demasiado pesada para poder llevarla, así que huyó al desierto, temiendo por su vida. Cuando el Señor consolaba a Elías le explicó que en realidad habían siete mil personas que eran tan fieles como él lo era. (1 Reyes 19:1-18).
Entonces, como ustedes saben, Jesús creció hasta llegar a ser la figura central de toda la historia humana, a pesar de que Sus padres eran totalmente humanos. Por Su expiación vicaria, Él rescató a cada persona que esté dispuesta a permitírselo, del horror eterno e indescriptible, que es el castigo debido a sus pecados. Él dejó este mundo de la misma manera como llegó; solo, malentendido y temido, a pesar de que en toda Su vida Él personificó el indescriptible amor de Dios y nunca le volvió la espalda a nadie que se le acercara.
Y así es Él hoy en día. Todo aquel que pide recibe, quien busca encuentra y a cualquiera que toca a la puerta se le abre (Mateo 7:7-8). Ninguna vida es tan depravada, ningún pecado es tan despreciable, para que el Hijo del Hombre no venga a buscar y a salvar a quienes están perdidos (Lucas 19:10) para que puedan tener vida, y vida en abundancia (Juan 10:10).
Él regresará pronto para llevarse consigo a todas aquellas personas que han aceptado el perdón que Su muerte compró para ellas, al lugar que Él ha estado preparando todos estos años. Si usted no está seguro si será incluido si Él viniera hoy mismo, simplemente aplíquese a usted mismo la amonestación de Pablo. “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Romanos 10:9).
Si usted sinceramente cree que Jesús es el Hijo de Dios, que Él fue a la cruz en lugar suyo y que Dios lo levantó de los muertos para demostrar que el precio por el perdón suyo fue pagado en su totalidad, entonces usted será contado entre todas aquellas personas por quienes Él viene a llevarse consigo.
El día de Su retorno ya está casi sobre nosotros. Yo espero entonces poder conocerlos a ustedes, en un abrir y cerrar de ojos, cuando ustedes viajen a través de las estrellas para entrar en su morada eterna, en donde morarán con el Señor para siempre.