El relato de María Magdalena de la Pascua

María la madre de Jacobo, Salomé y yo nos apresuramos por las calles de Jerusalén hacia la Puerta de Damasco, tratando de no atraer la atención de alguna persona no deseada. Estaba apenas amaneciendo ese domingo, primer día después del siguiente Sabbath después de la Pascua. Podíamos oír a los sacerdotes sonando los Shofar anunciando la Fiesta de las Primicias, la dedicación de la cosecha de la cebada.

Normalmente no esperábamos tanto para ungir un cuerpo para la sepultura, pero mientras José y Nicodemo lo habían colocado en la tumba, el jueves, ya era casi el atardecer y el Sabbath especial conocido como la Fiesta de los Panes Sin Levadura daba inicio, por lo que ya no era permitido hacer ningún trabajo. Luego el siguiente día era el Sabbath regular y de nuevo, ningún trabajo era permitido. Finalmente llegó la mañana del domingo, que era el tercer día después que había muerto, por lo que sí podíamos proceder con la limpieza adecuada del cuerpo y aplicar las especias aromáticas cuyo aroma disimularía el olor de la descomposición del cuerpo.

Habíamos pasado los últimos tres días escondidas por temor a la Guardia del Templo, y también tratando de sobreponernos a la impresión de Su muerte. Quizás ustedes se pueden imaginar los altibajos emocionales por los que estábamos pasando durante esa última semana, al haber llegado a Jerusalén con Él el domingo anterior y escuchar los gritos de “Hosanna, hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en Nombre del Señor”. Luego los altercados en el Templo y la constante tensión entre Él y los oficiales, Su traición y arresto, y finalmente Su ejecución como traidor. Hablar de extremos se llama eso. Por supuesto, eso era exactamente lo que Él nos dijo que sucedería, pero créanme, hablar de ello es una cosa y experimentarlo es otra cosa totalmente diferente.

Entre nosotras, quizás yo era la única que tenía un entendimiento de lo que todo eso significaba, pero aun así, yo no podía dejar de mirar furtivamente hacia atrás para asegurarme que nadie nos estaba siguiendo, y el dolor que sentía, por haberle perdido, era casi insoportable. Pero la vida continúa y finalmente había un trabajo que podíamos hacer. Quizás eso nos ayudaría un poco.

Pudimos sentir el temblor cuando nos acercábamos a la tumba, pero nada nos pudo haber preparado para lo que vimos cuando llegamos. La enorme piedra con que se había sellado el sepulcro, había sido removida y había un hombre cuyas vestiduras brillaban como si fuera el sol sentado allí. Nos dijo que la tumba estaba vacía y que Jesús había resucitado tal y como lo había dicho. ¡No podíamos creerlo! “Vean por ustedes mismas”, nos dijo, “Y díganles a Sus discípulos que se encontrará con todos ustedes en Galilea”.

¡Yo estaba en shock! Mis altibajos emocionales estaban más fuertes y eso aun no había terminado. No recuerdo a dónde fueron las otras, pero yo vagaba por los alrededores hasta que tropecé con un hombre el cual yo creí que era el hortelano. Cuando me preguntó porqué lloraba, sin pensarlo le pregunté que a dónde se había llevado el cuerpo. “Dígame en dónde lo ha puesto”, le dije, “para traerlo de vuelta aquí”.

Cuando Él pronunció mi nombre reconocí Su voz y caí sobre mis rodillas, abrazándolo. Nadie me lo iba a quitar nunca más. Luego recordé que cuando se burlaban de Él, los soldados le habían arrancado la barba. Por eso es que no lo había reconocido.

“No me toques”, me dijo, “Porque aun no he ido al Padre”. Mucho tiempo después me di cuenta que lo que quiso decir fue que Él estaba camino al verdadero Templo, el del Cielo. Allí Él rociaría Su sangre sobre el altar para terminar Su trabajo como nuestro Sumo Sacerdote, completando Su expiación por nuestros pecados, tal y como lo requería la Ley. Lo solté a regañadientes y corrí de vuelta a donde estaban los discípulos, como me dijo que lo hiciera.
Por supuesto que ellos no me creyeron. Después de todo era un mundo de hombres y yo solamente era una mujer. ¿Qué podía saber yo? Pero Pedro y Juan salieron para ver por ellos mismos y finalmente, finalmente, se dieron cuenta. Él había resucitado de los muertos. Él estaba vivo. Finalmente creyeron en sus corazones lo que previamente solo habían considerado en sus mentes.

Las implicaciones eran demasiadas, Él había tomado sobre Sí mismo todos los pecados del mundo, de todos los tiempos, mientras era clavado en la cruz, y había pagado el enorme castigo que estos merecían, con Su vida. Ahora Él iba a presentarse delante del Trono de Dios Padre Altísimo. Dios no puede tolerar la presencia del pecado, por eso es que si aún un pequeñísimo pecado que se hubiera cometido, o que se cometería, hubiera quedado, Jesús nunca hubiera podido salir de la tumba para presentarse delante de Él. Su resurrección fue la prueba absoluta de nuestra certeza. Desde el primer ser humano hasta el último, todas aquellas personas que han aceptado en fe el perdón que Su muerte ha comprado para todas ellas, serán perdonadas y recibirán la vida eterna. ¡Era increíble!

Y por supuesto que siempre habrán aquellos que no creerán. A pesar de haber escuchado los informes de otros discípulos que habían visto a Jesús, Tomás rehusó creer hasta que obtuvo una prueba absoluta. Él no se encontraba con nosotros cuando Jesús se nos apareció esa noche, pero una semana después todos estábamos de nuevo reunidos y Tomás estaba con nosotros. De un momento a otro Jesús se apareció en el aposento cerrado. “Shalom alechem”, dijo, “La paz sea con ustedes”.

Llamando aparte a Tomás hizo que metiera su dedo en la herida de Sus manos y en la herida en Su costado. “Deja de dudar y cree”, le dijo.

Tomás cayó sobre sus rodillas diciendo, “Señor mío, y Dios mío”.

“Porque has visto has creído”, le dijo Jesús, “Bienaventurados los que creen sin haber visto”. Con esto Jesús estaba pronunciando una bendición especial sobre aquellas personas que se convertirían en la Iglesia, ese gran cuerpo de creyentes que aceptan en fe la validez de los eventos que yo presencié como testigo ocular. En toda la humanidad, la iglesia ha sido señalada y apartada para recibir una bendición especial por esa razón.

Durante los siguientes 50 días antes de Su ascensión, Jesús se le apareció a más de 500 personas, y más tarde regresó para preparar personalmente a Pablo para que llevara el mensaje a los gentiles. Por medio de esta instrucción, Pablo llegó a entender los requisitos esenciales de la salvación. Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor, y crees en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo (Romanos 10:9). Eso tiene sentido. Quiero decir, si usted no quiere creer que Dios levantaría a Su propio Hijo de los muertos, ¿cómo podría creer que lo va a resucitar a usted?

Shalom alechem.