La Epístola a los Hebreos, Parte 6 – Capítulo 8:1—9:28

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Miércoles 3 de julio de 2019

Un estudio bíblico por Jack Kelley

Parte 6 de 9

Habiendo empezado a mostrar la debilidad del sacerdocio levítico cuando se compara con el de Melquisedec, el autor continúa en la misma dirección. Los sacerdotes levíticos eran pecadores y tenían que estar presentando sacrificios día a día y año a año, y después morían y otro sacerdote tomaba su lugar para hacer lo mismo una y otra vez. Nosotros necesitamos un sumo sacerdote que no es un pecador, quien solamente necesita ofrecer un sacrificio, quien vive para siempre y nos puede salvar para siempre.

Hebreos Capítulo 8

El Sumo Sacerdote del Nuevo pacto

Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que el sumo sacerdote que tenemos es tal que se sentó a la derecha del trono de la Majestad en los cielos. Él es ministro del santuario, de ese tabernáculo verdadero, levantado por el Señor y no por seres humanos. Todo sumo sacerdote es designado para presentar ofrendas y sacrificios, y por eso es necesario que también tenga algo que ofrecer. Si estuviera sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, porque aquí ya hay sacerdotes que presentan las ofrendas de acuerdo con la ley. Estos sacerdotes sirven a lo que no es más que modelo y sombra de las cosas celestiales, tal y como se le advirtió a Moisés cuando iba a levantar el tabernáculo: «Ten cuidado de hacer todas las cosas según el modelo que se te ha mostrado en el monte.» Pero nuestro Sumo Sacerdote ha recibido un ministerio mucho mejor, pues es mediador de un pacto mejor, establecido sobre mejores promesas” (Hebreos 8:1-6).

Todo lo que Moisés construyó en el desierto fue una copia de algo que él vio en el Cielo. Era el diseño para la tierra de una réplica de las cosas verdaderas en el Cielo. Por consiguiente, las promesas que acompañaban a lo terrenal no eran tan buenas como las promesas de lo que era verdadero en el Cielo.

Nunca ningún sacerdote levítico fue al Ciclo a sentarse a la derecha de la Majestad, ni ninguno de ellos podía ofrecerse como nuestro sacrificio. Lo mejor que el Antiguo Pacto podía hacer era dejar a un lado los pecados de la gente, y eso se podía hacer únicamente si se llevaban a cabo una serie de estrictas regulaciones.

Pero nuestro Sumo Sacerdote sí entro en el Ciclo y sí está sentado a la mano derecha de Dios. Y debido a Su sacrificio perfecto, el Nuevo Pacto nos separa de nuestros pecados como el oriente está separado del occidente, y ya no es necesaria ninguna obra suplementaria de nuestra parte para mantenerlo de esa manera.

Si el primer pacto hubiera sido perfecto, no habría sido necesario un segundo pacto. Pero Dios, al reprocharles sus defectos, dice: «Vienen días (dice el Señor) en que estableceré un nuevo pacto con la casa de Israel y la casa de Judá. Ese pacto no será semejante al que hice con sus antepasados el día en que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, pues ellos no fueron fieles a mi pacto, y por eso los abandoné (dice el Señor). Éste es el pacto que haré con la casa de Israel: Después de aquellos días (dice el Señor) pondré mis leyes en su mente, y las escribiré sobre su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya nadie enseñará a su prójimo, ni le dirá a su hermano “Conoce al Señor”, porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande. Seré misericordioso con sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados ni de sus iniquidades.» [Jeremías 31:31-34]. Al decir «nuevo pacto», se ha dado por viejo al primero; y lo que es viejo y anticuado está en vías de desaparecer” (Hebreos 8:7-13)

Este pasaje es tomado de Jeremías 31 y nos muestra que el Nuevo Pacto no es una idea del Nuevo Testamento referida para la Iglesia. Jesús vino a ofrecerle este pacto a Israel y un día, pronto, ellos lo aceptarán.

Cuando el escritor dijo que Dios había encontrado defectos en el pueblo bajo el Antiguo Pacto, se refería a que ellos no podían guardar el pacto y hacerse por sí mismos sin defecto alguno. Por eso es que un nuevo y mejor pacto tenía que ser ofrecido, y cuando lo fue, el antiguo se haría obsoleto.

Si sus lectores se volvían al antiguo pacto no solo estarían tratando de suplementar lo verdadero con una copia, sino que la copia ya había sido reemplazada y no podía ofrecer ya ni siquiera una promesa limitada. Para nosotros es importante entender que cualquier obra religiosa que hagamos en un esfuerzo para ganar o para mantener nuestra salvación, en realidad empeora nuestra situación, no la mejora, porque nuestras obras nada pueden hacer a nuestro favor, sino que causan que perdamos las bendiciones que de otra manera pudimos haber recibido como una recompensa por nuestra fe.

Hebreos Capítulo 9

La Adoración en el Tabernáculo Terrenal

Ahora bien, incluso el primer pacto tenía reglas para el culto, y un santuario terrenal. En efecto, el tabernáculo estaba dispuesto así: en la primera parte, llamada el Lugar Santo, estaban el candelabro, la mesa y los panes de la proposición. Tras el segundo velo estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo, el cual tenía un incensario de oro y el arca del pacto, totalmente recubierta de oro; en el arca había una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto. Por encima del arca estaban los querubines de la gloria, los cuales cubrían el propiciatorio. Pero de esto no se puede hablar ahora en detalle” (Hebreos 9:1-5).

Para los lectores del siglo primero, repasar la distribución del tabernáculo habría sido totalmente innecesario, pues este se encontraba repetido en el Templo. Muchos de ellos habían sido sacerdotes que habían servido en el Templo.

Pero el Espíritu Santo quería que nosotros tuviéramos un cuadro de ello para que pudiéramos entender mejor el Antiguo Pacto.

Lo que el escritor llama el candelabro en realidad era la lámpara de siete brazos llamada la Menora en la cual se quemaba, de manera permanente, una mezcla especial de aceite y especias. Era la única luz que había en estos aposentos sin ventanas. Sobre una mesa recubierta en oro, colocaban 12 panes mezclados con incienso, uno para cada una de las 12 tribus. Esto quedaba en el aposento exterior llamado el Lugar Santo, en donde los sacerdotes hacían su trabajo.

Un grueso tapiz separaba este lugar del Lugar Santísimo el cual contenía el altar de oro del incienso, el Arca del Pacto, y el Propiciatorio (o Asiento de Misericordia). Fijos sobre este había una representación de los querubines, uno a cada lado, con sus alas extendidas que se tocaban a la mitad. Cuando el propiciatorio se colocaba sobre el Arca de 1,20 metros de largo, semejaba los brazos y el respaldar de una silla. Este era el Trono de Dios. Su presencia permanecía inmóvil sobre el Arca entre los querubines.

Con todo esto dispuesto así, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte del tabernáculo para celebrar los oficios del culto; pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote, y esto sólo una vez al año, y siempre llevando sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados involuntarios que el pueblo comete. Con esto el Espíritu Santo nos da a entender que, mientras la primera parte del tabernáculo siga en pie, el camino que lleva al Lugar Santísimo aún no estará abierto. Todo esto es un símbolo para el tiempo presente, de que las ofrendas y sacrificios que allí se presentan no pueden perfeccionar la conciencia de los que adoran así, ya que tienen que ver sólo con comidas y bebidas, y con diversas ceremonias de purificación y ordenanzas externas, cuyo valor tiene vigencia hasta que llegue el tiempo de reformarlo todo” (Hebreos 9:6-10).

Solamente el Sumo Sacerdote por sí solo podía ingresar al Lugar Santísimo, y lo hacía únicamente una vez al año, en Yom Kippur, y solamente después de una gran preparación ceremonial. Cada vez que ingresaba llevaba consigo la sangre del sacrificio para dejar a un lado los pecados del pueblo del año anterior, la cual rociaba sobre el Propiciatorio.

Nadie más podía entrar ante la presencia de Dios, porque la sangre de esos animales no limpiaba a la gente de sus pecados, solamente los ponía a un lado. Si alguien más entraba en el Salón del Trono de Dios, moría de inmediato.

De hecho, aun en el día señalado, el Sumo sacerdote tenía que atarse una cuerda al tobillo para que pudiera ser sacado en caso de que su preparación no hubiera sido suficiente o su sacrificio inaceptable, dando como resultado su muerte.

Cuando el sacerdote rociaba la sangre del sacrificio sobre el Propiciatorio estaba realizando un acto simbólico. La idea era que ya que Dios permanecía inmóvil sobre el Arca y miraba hacia abajo, y veía Sus leyes que habían sido rotas, estaba mirando a través de la sangre que el Sumo Sacerdote había rociado para hacer la propiciación por la gente, y Su ira sería puesta a un lado.

La Sangre de Cristo

Pero Cristo vino ya, y es el sumo sacerdote de los bienes venideros, a través del tabernáculo más amplio y más perfecto, el cual no ha sido hecho por los seres humanos, es decir, que no es de esta creación, y no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre, entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo, y así obtuvo para nosotros la redención eterna. Si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas sobre los impuros, santifican para la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por medio del Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará de obras muertas nuestra conciencia, para que sirvamos al Dios vivo! (Hebreos 9:11-14).

Jesús no llevó la sangre de un macho cabrío para entrar en la copia de un santuario aquí en la tierra. Él llevó Su propia sangre para entrar al verdadero santuario en el Cielo. Por eso es que en la mañana de la Resurrección Él le dijo a María que no lo tocara porque aun no había subido a Su Padre (Juan 20:17).

Él estaba en camino para llevar a cabo su acto final como nuestro Sumo Sacerdote y así limpiarnos de nuestros pecados de una vez y para siempre. Él iba a rociar Su propia sangre sobre el verdadero Propiciatorio en el Cielo. Ahora Dios miraría hacia abajo a Su Ley rota y vería la sangre de Su propio Hijo, reconciliándonos así con Él para siempre (Colosenses 1:19-20).

Esto es así porque Su ofrenda de sangre no solamente santifica exteriormente a la gente por el año que pasó, como la ofrenda levítica lo había hecho anteriormente, sino que Su sangre nos limpió internamente y para siempre. Ahora “tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Efesios 3:12). Y cada vez que lo hacemos, el Rey de toda la Creación detiene el universo para darnos amorosamente toda Su atención.

Por eso Cristo es mediador de un nuevo pacto, para que los llamados reciban la promesa de la herencia eterna, pues con su muerte libera a los hombres de los pecados cometidos bajo el primer pacto. Porque cuando hay un testamento, es necesario que haya constancia de la muerte del que lo hizo, ya que un testamento no tiene ningún valor mientras el que lo hizo siga con vida. Por eso, ni siquiera el primer pacto se estableció sin sangre, porque después de que Moisés anunció todos los mandamientos de la ley a todo el pueblo, tomó la sangre de los becerros y de los machos cabríos junto con agua, lana escarlata y una rama de hisopo, y roció el libro de la ley y a todo el pueblo. Entonces le dijo al pueblo: «Ésta es la sangre del pacto que Dios les ha mandado.» [Éxodo 24:8]. Además de esto, con la sangre roció también el tabernáculo y todos los vasos del ministerio. Según la ley, casi todo es purificado con sangre; pues sin derramamiento de sangre no hay perdón de pecados” (Hebreos 9:15-22).

Las palabras griegas para testamento y pacto son las mismas en este pasaje y resaltan la naturaleza legal de esa relación. Y como sabemos, la última versión de ese tipo de documento tiene precedencia sobre las anteriores al determinar las intenciones del autor. El nuevo sustituye al viejo.

Por lo tanto, era absolutamente necesario que las réplicas de las cosas celestiales fueran purificadas así; pero las cosas celestiales mismas necesitan mejores sacrificios que éstos, porque Cristo no entró en el santuario hecho por seres humanos, el cual era un mero reflejo del verdadero, sino que entró en el cielo mismo para presentarse ahora ante Dios en favor de nosotros. Y no entró para ofrecerse muchas veces, como el sumo sacerdote, que cada año entra en el Lugar Santísimo con sangre ajena. Si así fuera, Cristo habría tenido que morir muchas veces desde la creación del mundo; pero ahora, al final de los tiempos, se presentó una sola vez y para siempre, y se ofreció a sí mismo como sacrificio para quitar el pecado. Y así como está establecido que los hombres mueran una sola vez, y después venga el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; pero aparecerá por segunda vez, ya sin relación con el pecado, para salvar a los que lo esperan” (Hebreos 9:23-28).

Entonces fue bueno santificar las copias terrenales con sangre, lo cual era temporalmente suficiente; pero con los originales celestiales, la ofrenda tenía que ser permanente.

Solamente la sangre del eterno Hijo de Dios lo podía hacer. Y puesto que Su sangre es eternamente suficiente, solamente tenía que ofrecerla una sola vez y para siempre.

Ya no era necesaria una fila interminable de sacerdotes, los cuales no eran perfectos, ofreciendo la sangre que no era suficiente en una copia que no era permanente.

Así como las personas mueren una sola vez antes de enfrentarse al juicio, el Hijo del Hombre solamente tenía que morir una vez para pagar la pena total que de otra manera, nuestro juicio habría requerido. La próxima vez que lo veamos ya Él no llevará nuestros pecados, sino que nos estará entregando nuestros perdones.

Mientras más estudio la carta a los Hebreos más me convenzo de que esta carta fue escrita para confirmar nuestra seguridad, no para negarla. La próxima vez veremos el Capítulo 10 y pondremos todo esto de “libere su salvación” detrás de nosotros de una vez por todas.